Serían las 12.30 cuando un tren de la línea 1 del metro de Madrid partía de la estación de Tetuán hacia la de Estrecho. Tomaba velocidad el convoy cuando de repente se detuvo y se encendieron las luces de emergencia. Tardaron poco menos de una hora en evacuar a los pasajeros a través del enlace improvisado de varios vagones hasta la siguiente estación.

Una señora tropezó en la plataforma al salir y se quedó por allí, acompañada por dos trabajadores de Metro, a la espera de que vinieran a sacarla. Tenía más susto que daño físico. De fondo se escuchaba el pitido de las luces de emergencia, que eran rojas y se reflejaban en la pared, parpadeantes. Sonaba el 'pi, pi, pi' mientras atravesamos no menos de 10 vagones y 3 cabinas.

Recordé entonces el Historias de Londres, de Enric González, cuando hay un momento en el que habla de la resignación con la que los pasajeros habituales de la Northern Line asumen este tipo de incidentes. Allí saben que, cada cierto tiempo, el tren se avería y toca caminar por los túneles, entre ratas y charcos. Durante el tiempo en que estuvimos encerrados, tan sólo escuchamos un mensaje por megafonía: “Por incidencia técnica en el servicio, el tren permanecerá parado durante unos minutos”. Al final, nosotros nos movimos antes que aquel vehículo.

Iba a proceder a despotricar contra el Metro y el pago excesivo de impuestos -y a dejarme llevar por el personaje malhumorado- cuando una trabajadora del suburbano me informó de que aquello no era una avería, sino “un apagón en varios países”. Recordé entonces una predicción que leí alguna vez, que decía que si las potencias nucleares pulsaran el botón rojo y comenzaran a lanzarse misiles entre ellas, los pasajeros de los aviones se enterarían los últimos de la catástrofe e incluso, quién sabe, podrían sobrevivir si el vuelo se desviara. En el metro, bajo tierra, las noticias del apagón no llegaron. Desde nuestra cueva platónica, estábamos culpando de lo sucedido al Consorcio Regional de Transportes o a esas antiguallas que circulan por la línea 1.

A la salida, la calle de Bravo Murillo estaba abarrotada. Ésa fue la primera gran conclusión del día: cuando un apagón sucede de día, todo lo que está dentro tiende a desplazarse hasta el exterior. Al menos, si es de día y el suceso se produce en primavera.

Apagón en el metro de Madrid
Apagón en el metro de Madrid | Rubén Arranz

La segunda lección que se puede extraer hoy es que los teléfonos cuestan cientos de euros, pero no tienen un receptor de radio, lo cual no sucedía con los antiguos modelos. Todo es digital y eso puede conectar, pero también provocar un exceso de confianza que, en caso de incidente, aísle mucho más. La casualidad quiso que unas semanas antes de estos sucesos, la UE advirtiera a los ciudadanos de la necesidad de disponer de un kit de supervivencia para pasar con garantías las primeras 72 horas. ¿Cuántos de los que estaban en la calle habían hecho acopio de pilas o una radio analógica? ¿Cuántas latas de atún por persona y día conservaban en la despensa? “Por lo menos tenemos agua”, decía la dependienta de un restaurante de pollos al carbón, junto a la boca de metro de Estrecho. No está mal: al menos no íbamos a pasar sed.

Había sobre las 13.45 horas un par de muchachos invidentes, junto a un bazar chino, que escuchaban una emisora con un pequeño transistor. ¿Me dicen que es en media Europa?, pregunté. “Sólo en España y Portugal”, respondieron. A las puertas de los portales y los comercios había tertulias improvisadas. En dos manzanas se pudo escuchar varias veces que esto era cosa de Putin.

Las mesas de las terrazas de la principal vía del distrito de Tetuán estaban abarrotadas a esa hora, con decenas de personas terminando con los últimos botellines fríos. Sucedía igual en las cadenas de restauración que bordean Azca. El paisaje era curioso: había largas serpentinas de gente caminando de un lado a otro; filas todavía más larga aguardando a la llegada de los autobuses y un tráfico abundante en las calzadas de Castellana, Raimundo Fernández Villaverde y Bravo Murillo. Ante la ausencia de semáforos, un muchacho, con un chaleco naranja, de RACE Jarama, que trabajaba en una autoescuela, se había puesto a dirigir el tráfico en una de estas calles. A esa hora, todavía no había ningún policía en estas avenidas.

Los supermercados y tiendas de alimentación funcionaban sin datáfono. Sin efectivo, nadie se podía llevar nada. En un Carrefour en General Perón había un trabajador, tatuado, que organizaba una fila a la puerta. La tienda estaba abierta, aunque con la trapa medio bajada y aforo limitado. Por dentro, estaba oscura, como El Corte Inglés de calle Orense. Ha coincidido el apagón con la huelga de los servicios de limpieza, así que a la ausencia de luz en las calles se sumaba el efecto visual y nasal de cruzarse cada cinco metros con enormes pilas de bolsas de basura. A los lados, había mesas de terrazas. Hay a quien no le importaba tomar cubo de Mahou con hielo y tapa de carne de kebab con cierto acompañamiento hediondo.

Es difícil saber a estas horas la causa de todo esto -aunque aquí ya se analizan los factores-, si es posible que se repita y si volvería a afectar a toda la red, cosa, por cierto, que no deja de sorprender y que imagino que generará cierto debate en días venideros entre los que el sábado eran vaticanistas y que en los próximos días se convertirán en especialistas en energía en los magacines matinales.

Pero si hubiera que recordar en un tiempo el primer apagón en varias décadas habría que tener presente que la cobertura móvil desaparece, que los conserjes son checkpoint, antena informativa y moderadores de tertulias; y que la batería del teléfono y el 5G son los hilos conectores con WhatsApp, Bizum, los periódicos y las radios. El apagón analógico ha provocado que, en estos casos, o en éste, de momento, nos retrotraigamos al periodo previo a la invención de la radio… y del teléfono, en los que, por cierto, todavía se sabía improvisar un hornillo con velas y una resistencia para hacer sopa o un café; e incluso se entendía que perder el cauce de comunicación entre el centro y Alcorcón, cuando uno está trabajando, obliga a buscarse la vida si no hay forma de comunicarse con alguien que espere en el punto de partida y de llegada, como lamentaba una chica a la puerta de El Corte Inglés, bajo el sol de las 3.