Blinheim (Alemania), 13 de agosto de 1704. El aire estival, denso y húmedo, parecía vibrar con el peso de miles de botas que se hundían a cada paso en la hierba alta en un latido colectivo, casi animal. El eco de los tambores retumbaban como un pulso de sangre en el oído, acompasando el avance de filas interminables. Cada soldado, reducido a un engranaje de una maquinaria de ruido, sudor y acero. Allí, en aquel rincón calcinado de Europa, la mañana había dejado de ser inocente: la luz ya no era luz, sino una llamarada que iluminaba el rostro torvo de la historia.
Hacía cuatro años que había comenzado la Guerra de Sucesión Española y Europa entera estaba en vilo: Carlos II había fallecido sin heredero y, poco antes de su muerte, había nombrado a su sobrino-nieto francés Felipe de Anjou sucesor del trono español, cosa que no gustó a las demás potencias europeas, pues este era, a su vez, nieto del rey Luis XIV. Saltaron las alarmas en el continente: si se producía una alianza franco-española, el dominio francés sobre Europa sería inevitable. Había que parar los pies al Rey Sol.
La segunda batalla de Höchstädt –que ha pasado a la posteridad como la batalla de Blenheim gracias al peso de la historiografía anglosajona, que adaptó el original Blinheim–, se llevó consigo a más de 30.000 hombres, según las estimaciones de los historiadores. Otros miles resultaron heridos o fueron capturados, en una carnicería europea que desangró al ejército franco-bávaro. El campo junto al Danubio se transformó, en apenas unas horas, en un cementerio. Los aliados ganaron: la ofensiva francesa sobre Europa central se rompió y Viena fue salvada de una inminente invasión. Supuso la mayor derrota de Francia en 40 años: el sueño de Luix XIV se quebró al alba.
El preludio de una tormenta
1703 había traído consigo grandes victorias para el bando francés, particularmente en zonas cercanas al Danubio, donde el mariscal Villars y Maximiliano II Emanuel, elector de Baviera, habían planteado una amenaza directa sobre Viena, capital del imperio Habsburgo. Hacerse con el control de la ciudad austriaca supondría el fin de la Gran Alianza y, por ende, el dominio total de Francia sobre el continente.
Las potencias europeas, sobre todo Inglaterra, Austria y las Provincias Unidas de los Países Bajos, alegaban temer la pérdida del equilibrio de poder que había en Europa, pero lo cierto es que contaban también con sus propios intereses por ganar la guerra: Austria aumentaría su influencia en Italia y recuperaría territorios perdidos en los Países Bajos españoles, mientras que Inglaterra se aseguraría de que Francia no se inmiscuiría en sus rutas comerciales y su dominio sobre el Mediterráneo.
Motivos no faltaban para dar la batalla. El 29 de abril de 1704, el duque de Marlborough escribió una misiva en la que explicaba a Londres su intención de "marchar con el ejército inglés hacia Coblenza [Alemania] alegando que nos dirigimos hacia el [río] Mosela". "Una vez que esté allí, escribiré a las Provincias Unidas advirtiéndoles que estimo altamente necesario para la salvación del Imperio marchar con mis tropas para unirme a las que están en Alemania... y preparar junto al Príncipe Luis de Baden una rápida derrota del Elector de Baviera".
Choque en Blinheim
El plan era sencillo: unirse a las fuerzas imperiales y destruir al ejército franco-bávaro en un encontronazo sorpresa a orillas del Danubio. Pero habían de ser discretos: de enterarse el Mariscal Villeroi, comandante francés en los Países Bajos españoles, no dudaría en prepararse para la ofensiva con su ejército personal de 46.000 hombres.
Fueron meses de preparación. Tímidas batallas ganadas por las fuerzas aliadas permitieron a Francia prepararse para la ofensiva. Así, el 13 de agosto de 1704, ambos ejércitos se encontraron cerca del pueblo bávaro de Blinheim. Marlborough fue nombrado comandante de las fuerzas aliadas, junto al príncipe Eugenio de Saboya; el Duque de Tallard y el Elector de Baviera, por su parte, liderarían a los franceses.
La batalla comenzó con un feroz ataque de las tropas franco-bávaras, que intentaron romper las líneas enemigas. Sin embargo, la habilidad táctica de los líderes aliados, quienes habían estudiado con precisión los movimientos de sus enemigos en anteriores batallas, les permitió resistir el embate inicial y preparar un poderoso contraataque.
El Duque de Marlborough dirigió personalmente el asalto contra el flanco derecho francés, mientras que el príncipe Eugenio lideraba el ataque por el centro del campo. Las fuerzas franco-bávaras tuvieron que replegarse a las alturas, preparándose para la defensa, pero ya era tarde: la estrategia aliada había logrado su objetivo, dividiendo las líneas enemigas. Los franceses respondieron con todo lo que tenían, artillería, infantería y caballería, pero nada pudo frenar el avance aliado, que rodearon a los franceses. Después de horas de intenso combate, la victoria estaba clara: las fuerzas aliadas habían logrado frenar el dominio francés.
El precio de la gloria
La victoria aliada en Blinheim –Blenheim–, no sólo detuvo el avance francés y salvó Viena, sino cuestionó la arrogancia de una Francia que se creía invencible. El ejército de Luis XIV sufrió pérdidas colosales: cerca de 20.000 muertos y heridos y más de 14.000 prisioneros, frente a unas pérdidas de 12.000 hombres en las filas aliadas. La campiña bávara quedó sembrada de ilusiones perdidas, mientras los vencedores recogían el botín de guerra y la certidumbre de haber malogrado la hegemonía francesa sobre el continente.
Los siguientes años reconfigurarían el mapa de Europa. Francia vio su aureola desgastarse, mientras Inglaterra emergía con puertos estratégicos –Gibraltar, Menorca– y privilegios comerciales que impulsaron su poder naval y colonial, y Austria recogía territorios en Italia y los Países Bajos, reforzando su pulso en el corazón del continente.
La Guerra de Sucesión Española, iniciada por la muerte de un rey sin heredero, acabaría oficialmente una década después, en 1713, con el Tratado de Utrecht: un mosaico de pactos que repartió territorios, limitó el poder francés y consagró a Felipe V en el trono español, bajo la condición de que nunca se unieran las coronas de Francia y España. Un cierre frío y diplomático para una guerra que había ardido en pólvora y sangre.
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