Durante más de medio siglo, la historia se ha contado siempre igual: Bette Davis y Joan Crawford, dos viejos mitos del Hollywood clásico, se enzarzan en una guerra crepuscular de egos, odio y polvo de maquillaje. En Feud: Bette and Joan (2017), Ryan Murphy convirtió aquella supuesta enemistad en un thriller camp. En la época, los titulares hablaron de arañazos, zancadillas y rencores dignos de un vodevil kabuki. Pero ahora, el escritor e historiador cinematográfico Scott Eyman, en su libro Joan Crawford: A Woman’s Face (Simon & Schuster, 2025), sugiere algo menos melodramático y quizá por ello más interesante: sí hubo tensión, pero no hubo batalla. Y, desde luego, nadie tiró a nadie por una escalera.
Eyman repasa cómo llegaron ambas actrices a ¿Qué fue de Baby Jane? en 1962. Ni Crawford ni Davis atravesaban un buen momento profesional. Eran estrellas, sí, pero de ayer. Estrellas cansadas, obligadas a negociar cada papel como si se tratara de una prórroga final. Una de ellas le ponía humor al asunto: ya en vísperas del estreno de Baby Jane, Davis, de 54 años, puso un anuncio en la sección de clasificados de Variety pidiendo trabajo. "Madre de tres hijos –10, 11 y 15 años–, divorciada. Estadounidense. Treinta años de experiencia como actriz en cine. Todavía ágil y más afable de lo que su fama indica. Busca empleo estable en Hollywood. (Ha trabajado en Broadway)", rezaba el anuncio junto a una foto de la actriz.

Un caramelo envenenado
El guion de Baby Jane ofrecía a ambas divas dos personajes potentes para los cuales tener una edad no solo no era un inconveniente, sino una ventaja: una actriz infantil olvidada y su hermana, antaño divinizada en la pantalla, conviven bajo el mismo techo en una relación tóxica que se engolfa día a día. El registro de la película, casi de serie B, obligaba a Davis y Crawford a poner toda la carne en el asador, más allá de los escrúpulos de las estrellas que habían sido. Pero una oportunidad así no aparecía todos los días. Las dos aceptaron el envite, aunque no se caían precisamente bien desde mucho tiempo atrás: en 1935, durante el rodaje de Peligrosa, la Davis se quedó prendada del actor Franchot Tone, que entonces estaba con la Crawford.
Las primeras negociaciones para Baby Jane fueron la clásica coreografía al estilo del viejo sistema de estudios, ese que se encontraba en pleno naufragio por la ruina que el rodaje de Cleopatra estaba causando a la Fox. Alteraciones en los porcentajes, en el orden de los nombres en los créditos, en los privilegios... Davis logró que su nombre apareciera antes en pantalla y ciertos derechos de consulta. Crawford, al parecer más flexible, aceptó ceder terreno con tal de asegurar el proyecto, asegura Eyman en su libro.
El problema real llegó después: nadie quería pagar la película. El productor Joseph E. Levine se retiró; los grandes estudios dieron sendos portazos: nadie quería financiar un proyecto basado en dos protagonistas a las que ya se consideraba reliquias. Fue entonces cuando el productor Eliot Hyman, con una todavía pequeña compañía fundada en 1957 llamada Seven Arts, entró con el dinero necesario. Warner distribuyó. Y Robert Aldrich rodaría rápido y sin margen para caprichos: seis semanas de trabajo sin interrupciones.
Como el agua y al aceite
Ese ritmo marcó el tono en el set. Según recoge Eyman en su libro, el rodaje transcurrió entre pequeñas sacudidas, pero sin los terremotos que alimentan hoy el mito. Hubo malentendidos, roces de carácter, frases punzantes. Como cuando Crawford, enferma, pidió descansar unos minutos, y Davis dejó caer a viva voz: "You’d think by now we’d all be troupers" –"A estas alturas cabría esperar que todos fuésemos profesionales de verdad"–. Una puya desagradable, pero habitual en los platós de una industria implacable, matizada posteriormente por la propia Davis: "Joan era una profesional", pero "tenía una necesidad profunda y persistente de ser querida, amada, admirada, apreciada". Robert Aldrich confirma la fragilidad de ánimo de Crawford: siempre "quería hacer lo correcto" para la película, pero al mismo tiempo no conseguía desprenderse del halo de vieja estrella que había sido, lo que la tenía "en un estado constante de mal humor".
El contraste entre ambas actrices se reflejaba en la manera de trabajar. Davis ensayaba a fondo, se encendía con la fricción, necesitaba oponentes. Crawford, en cambio, guardaba sus fuerzas para cuando la cámara estaba encendida. Apenas marcaba las escenas en los ensayos, en solitario, sin emoción y sin interpretar del todo, calculando los gestos y guardando la intensidad para la toma. Aquello desesperaba a la Davis. Pero no hubo gritos; solo una puerta cerrada más fuerte de la cuenta y un director intermediando. "Se detestaban, pero se comportaron perfectamente", resumió después Aldrich. "Ni un mal gesto en público".
El epílogo de un 'feud' para la eternidad
¿Cariño? No. ¿Guerra abierta? Tampoco. Simplemente dos temperamentos irreconciliables que, sin embargo, sabían hacer su trabajo. Y lo hicieron: la película fue un éxito, y el personaje de Davis –aquella Baby Jane deformada por la nostalgia y el odio– fue recibido como una de las grandes interpretaciones de su carrera. Crawford, por su parte, se supo sólida en pantalla, contenida y punzante en un registro que dejaba, por fin, atrás a la reina del glamour de los años 40.
El estallido, si hubo alguno, llegó después. No en el set, sino en los Oscar de 1963. Davis obtuvo la nominación a Mejor Actriz. Crawford no. Esta se ofreció a recoger la estatuilla en nombre de cualquier nominada ausente. Ganó Anne Bancroft, que esa noche estaba en Nueva York, por El milagro de Ana Sullivan. Crawford subió al escenario, leyó el agradecimiento, y Davis ardió.
Ese gesto estratégico selló el relato de una enemistad eterna que los responsables de la película se habían encargado de azuzar hábilmente durante la promoción. A partir de ahí nacieron todas las fantasías de pelea de gatas que recoge Ryan Murphy en su por otro lado muy disfrutable serie. Pero Crawford lo dejó claro en una frase que recoge Eyman en su libro: “There was never a feud, because it takes two to tango and I refuse to fight”: dos no se pelean si una no quiere, por decirlo mal y pronto.
La historia del cine –esa que se cuenta en cenas, pódcasts, documentales y series excesivas– prefiere la pelea de gatas. Pero Eyman, en su libro, relata algo más humano y, quizás, más duro: dos mujeres que compartían carencias afectivas, inseguridades, la ansiedad de dos estrellas con miedo a desaparecer. No se lanzaron cuchillos: lo que se lanzaban era el reflejo de la otra.
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