"Temo a los griegos, incluso cuando traen regalos", escribió Virgilio en la Eneida. A los troyanos, aquel enorme caballo de madera les pareció un obsequio, un gesto de reconciliación tras años de guerra. Solo después comprendieron que el regalo escondía en su interior la semilla de su ruina.
Algo parecido ocurre con el proyecto de reforma que pretende entregar a los fiscales la dirección de las investigaciones penales. Se nos presenta como un avance, como un paso hacia la modernización y la convergencia con los países de nuestro entorno. Pero bajo ese envoltorio de progreso late un riesgo que no conviene ignorar: que el poder de investigar los delitos termine, de forma sutil pero eficaz, bajo la influencia de quien nombra al fiscal general del Estado, es decir, el propio Gobierno.
Si el fiscal general puede orientar o frenar determinadas pesquisas, el principio de legalidad penal y de igualdad ante la ley se resentirá
El discurso político repite con insistencia que el cambio nos hará "más europeos". Incluso un conocido jurista afirmaba recientemente en un debate al que asistí que la reforma no afecta a la independencia judicial. Sin embargo, esa declaración omite un detalle esencial. En los países donde los fiscales dirigen la investigación, el modelo se sostiene sobre sólidas garantías de autonomía y sobre mecanismos que impiden cualquier injerencia del poder ejecutivo. En España, en cambio, el proyecto no prevé nada de eso y desatiende las exigencias que, en sus informes de 2013 y 2024, nos hizo el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO). El actual proyecto no regula la transparencia pública que debe regir la relación entre el Gobierno y el fiscal general. Tampoco protege al fiscal investigador frente a cualquier orden jerárquica –inducida o no– que reciba de sus jefes. Y desde luego, no garantiza su inamovilidad cuando el sentido de la investigación introduzca inconveniencias políticas, lo que sí hace el artículo 117.1 de la Constitución Española para los jueces de instrucción.
El resultado podría ser, por tanto, el contrario del anunciado. En lugar de reforzar la independencia, la reforma puede debilitarla, dejando las investigaciones penales más expuestas a los intereses del poder político. Si el fiscal general –designado por el Consejo de Ministros– puede orientar o frenar determinadas pesquisas, el principio de legalidad penal y de igualdad ante la ley se resentirá. Y no se trata de una hipótesis remota, sino de una posibilidad muy real en un país donde la tentación de controlar las instituciones ha demostrado ser persistente.
En este contexto cobra especial sentido la advertencia de Nietzsche: "No me molesta que me mientas, me molesta que a partir de ahora no pueda creerte". Cuando se asegura que la reforma busca eficiencia y no control, se pide a los ciudadanos un acto de fe que el texto legal no justifica. La confianza, por necesaria que sea, no puede sustituir a las garantías. Y esas garantías –las que preservan la independencia de quienes investigan los delitos– brillan por su ausencia en la propuesta del Gobierno.
La independencia judicial no es un privilegio de los jueces, sino el derecho de los ciudadanos a que nadie interfiera en la búsqueda de la verdad. Es la muralla que separa el poder de la justicia. Convertir esa muralla en un trampantojo admitiendo el pretexto de la modernización es repetir la vieja ingenuidad de Troya: celebramos el regalo sin advertir que dentro viajan quienes acabarán abriendo las puertas de la defensa.
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1 Comentarios
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hace 8 minutos
Esta maniobra sólo engaña a los que quieren ser enganados, que son muchos y no cambiarán nunca. Son como zombies.