El Supremo ha condenado a Álvaro García Ortiz, fiscal general de Sánchez más que del Estado, que ya se presentó en el juicio vestido de mosquetero sanchista para decir frases de mosquetero sanchista. Eso de “la verdad no se filtra, la verdad se defiende” no era sino la orgullosa confesión de un mosquetero. Y la única manera de librarse, después de eso y de su gesta pidiendo correos y dictando notas de prensa para ganar el relato, hubiera sido huir de la sala a caballo, como un templario. La condena al fiscal general de Sánchez es la condena a Sánchez, así que por supuesto que el presidente cadavérico seguirá defendiendo la inocencia de García Ortiz, que es defender su propia inocencia. Lo que ocurre es que a uno esto le parece como declararse inocentes justo de lo mismo de lo que antes han alardeado. O sea, de que la Fiscalía depende de quien depende, y de que usar su cargo para dañar a un rival político a Ortiz sólo le inspira sonetos a su propia heroicidad. Yo creo que Sánchez ya no se refiere a una inocencia judicial sino a una absolución ideológica o partidista. La voluntad que llevó a toda la Fiscalía a un zafarrancho ideológico o partidista parece innegable, aparte las sutilezas judiciales. Pero tiene, precisamente, una justificación ideológica o partidista, en medio de una guerra ideológica o partidista.
Sánchez, de nuevo de luto por él mismo, como tirándose las blandas magnolias de Rosalía, dice que acata pero no comparte el fallo del Supremo, mientras sus terminales, adeptos, adictos, socios, abajofirmantes, fuerasalientes y calientecomedores se dedican a hablar nada menos que de golpe judicial, golpe blando y otros golpes bajos. Y eso que ya vimos a García Ortiz, insisto, cantando como con laúd que filtrar la verdad no es filtrar sino verdecer. Igual que vimos narrar toda su epopeya tras el correo de un particular como tras una goleta pirata, en pos del relato, ese concepto nada jurídico pero muy político y lírico. El relato político, lírico y madrigalesco, por supuesto es anterior y superior al debate sobre las andanzas del fiscal general, de su juicio y del fallo alrededor de un artículo del código penal. El relato comprende toda una guerra contra la realidad, el sentido común y lo que no dejamos de ver y oír para nuestro espanto. Lo de Sánchez hace mucho que es como un delirante kungfú a muerte contra la realidad, como aquella inolvidable frikada de Drácula contra los siete vampiros de oro. Siete vampiros de oro parecen ahora los jueces del Supremo en la prensa del Movimiento, como antes lo parecieron otros ante nuestro Drácula de la Moncloa.
La guerra contra la realidad requiere otra realidad, y es ahí donde estamos, en ese populismo que niega lo evidente y afirma lo inverosímil, como que hay una conspiración universal contra Sánchez por progresista o por guapo (ni es progresista ni es ya guapo, apenas es un político sin mayoría ni gobernanza deshaciéndose telediario tras telediario en su propio ácido). La conspiración es general y cinematográfica, con jueces, periodistas y policías dignos del cine de barrio, entre el kárate volador y el Colt, es arborescente (cada vez incluye a más conspiradores) y sobre todo es loquísima. Quiero decir que no hace falta ninguna conspiración para ver que el fiscal exigió ese correo y montó la que montó por puro interés partidista, ni para entender los audios de Cerdán, Koldo y Ábalos, ni los de Leire Díez, la fontanera nacida para matar, enfrascada en su limpieza con mocho o lanzallamas, ni para darse cuenta de que Begoña, primera dama o presidenta para Patxi López, se dedicaba nada más y nada menos que a captar fondos públicos, ni para ver al hermano lírico reconocer que no sabía ni dónde trabajaba, ni para oír una y otra vez al Sánchez del pasado negarse, contradecirse o fustigarse a sí mismo en cada decisión, en cada convicción, en cada principio político o ético. No hace falta creer ni al Supremo ni a la prensa fachosférica ni a los ultras cenizos o ferruginosos, basta con ver lo que estamos viendo y no creer ni en vampiros ni en hadas.
Siete vampiros de oro parecen ahora los jueces del Supremo en la prensa del Movimiento, como antes lo parecieron otros ante nuestro Drácula de la Moncloa.
La guerra de Sánchez contra la realidad siempre ha estado ahí, con más literatura o con más veneno, pero ha ido aumentando su beligerancia a la vez que crecía su necesidad, su desesperación y las evidencias en su contra. Está ya en el absurdo, en la paranoia y en el chiste, aunque lo peor es que la orden de “limpiar sin límites” conlleva, por supuesto, una guerra sin límites. Esto tampoco hay que suponerlo, ni inventarlo, ni sacarlo de un ataúd, lo estamos viendo y además siempre ocurre igual. Se ataca a los jueces y a los medios, se socava la separación de poderes, se intenta contraponer la ley al “pueblo”, la “soberanía popular” o cualquier otra de estas expresiones al peso, y luego llega el desastre. Sánchez está cumpliendo punto por punto todo el guion histórico que lleva a la muerte de las democracias, que es tan poco original como el de una película de chinos.
El fiscal general ha sido condenado, o sea que lo ha sido Sánchez, cuya sincronía con García Ortiz funciona muy mal como defensa del complot y del kungfú. Ha sido condenado, no muy duramente, y eso no significa que haya más golpe que cuando se condenó a los de la Gürtel (alguno de esos jueces están ahora entre los vampiros de oro), a los ministros de Aznar, a empresarios intocables o resbaladizos de gominao al yerno del rey gozón. Menos, si el fiscal y el presidente del gobierno se han dedicado a bailar y cantar a dúo como la bella y la bestia. Pero si a pesar de todo lo que estamos viendo, de cómo nos damos cuenta de que Sánchez sólo maneja soldados y sus soldados se comportan como tales, sean fiscales o fontaneras, los tribunales se equivocan, entonces se recurre o se fastidia uno, pero no se puede cambiar la democracia por el colchón de nadie ni a los jueces por tricoteuses de pelo lila.
A Sánchez no le importa la inocencia jurídica, aunque quizá pueda conseguirla en el Tribunal Constitucional, que sí es un tribunal político (también tenemos que fastidiarnos con eso hasta que alguien lo cambie). A Sánchez le importa más la absolución ideológica, o sea la justificación para seguir con la guerra (la frase de mosquetero del fiscal general, una verdadera confesión con el honor emplumado del soldado sanchista por delante, es la prueba). Ya veremos si esta guerra contra la realidad y contra la democracia es sólo lírica, o hasta dónde se atreve a llegar el sanchismo. Mientras acechan los vampiros de oro, con ridículo frufrú de kungfú y ridícula maldad infinita, lo que sí hemos visto es que la jerarquía del sanchismo se quiere confundir con la del Estado. No piden la inocencia, sino la impunidad.
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