De un iceberg sólo refulge el vértice superior, aunque el grueso, lo realmente importante a ojos de una embarcación, no salte a la vista. Medido por el importe defraudado, el escándalo de las tarjetas black es sólo una mancha más en un país contaminado por la corrupción y escaldado por la mayor recesión desde la Guerra Civil. Varias decenas de personas fundieron, sin justificar ni declarar, un total de 15,5 millones de euros de Caja Madrid y Bankia durante 13 años. No es una cantidad desdeñable, pero es casi una propina frente a los 855 millones desviados para financiar los ERE fraudulentos en Andalucía, las comisiones millonarias que forraron a los implicados en la Operación Púnica o los billetes de 500 que se transportaban por kilos en bolsas de basura en Marbella. Sin embargo, las black aún levantan ampollas en la memoria colectiva.

Al margen de lo que dictamine Fernando Andreu tras el juicio que arranca hoy, las trampas de los consejeros y ex directivos que las guardaron en la billetera son un símbolo para archivar en un lugar preferente de la hemeroteca. Lo peor de la España que un día se creyó rica y por poco perece de inanición rezuma a borbotones de las tarjetas de color negro. Porque quienes promovieron su uso -fundamentalmente Miguel Blesa, Rodrigo Rato e Ildefonso Sánchez-Barcoj,  los que más tienen que perder en la causa judicial- anotaron lo gastado en una partida oculta. Porque se pagaron de espaldas a Hacienda para no tributar como lo hacen, puntualmente, los 15 millones de españoles que tienen una nómina o los tres millones de autónomos. Porque quienes pagaron con ellas bolsos en Loewe, cenas en Zalacaín o jamón de Joselito en la tienda Gourmet de El Corte Inglés eran gente con posibles, con currículos robustos, con cargos respetables impresos bajo el nombre en sus tarjetas de visita. Se lo podían permitir, porque gozaban de retribuciones abultadas, que les daban acceso a tarjetas de color oro: para viajar en business en las aerolíneas, para lograr upgrades en los hoteles más selectos o para pagar a crédito una botella de Pingus en un restaurante con colección de estrellas Michelín. Las guardaban todas en sus billeteras de cuero bien curtido. Pero, durante muchos años, decidieron pagar los gastos más personales y los caprichos más suntuosos con las black.

Directivos, políticos y hasta sindicalistas se creyeron por encima del bien y del mal

Como Kurtz en El corazón de las tinieblas, obnubilado y enloquecido por el  poder y la ambición en lo más profundo de la selva, directivos, políticos y hasta sindicalistas se creyeron por encima del bien y del mal en la España de los primeros 2000, cuando el crédito y la confianza rebosaba tanto como las promociones inmobiliarias. La ambición desbocada, el placer de levitar por encima de la ciudadanía, debe diluir los principios más firmes de algunos. De lo contrario resulta difícil explicar la soltura y la tranquilidad de conciencia con la que tiraron de tarjeta black perfiles tan diametralmente opuestos: un ex vicepresidente económico ampliamente respetado dentro y fuera de España (Rodrigo Rato), un banquero muy cercano a un ex presidente del Gobierno (Miguel Blesa, amigo de José María Aznar), un político de izquierdas (José Antonio Moral Santín, representante de IU en el consejo de Caja Madrid), un sindicalista (Francisco Baquero, consejero designado por CCOO) o un ex jefe de la Casa Real (Rafael Spottorno).

Aunque sólo unos pocos se exponen a un castigo severo, todos desfilarán en los próximos días por ese paseíllo de la vergüenza que se forma en la Audiencia Nacional siempre que acude el protagonista de algún desmán made in Spain. Como la emisión abusiva las preferentes. O la engañosa salida a Bolsa de Bankia. O el vaciado de las arcas de las cajas de ahorros para financiar operaciones sin sentido y jubilaciones de ensueño. Demasiada lluvia sobre un terreno ya embarrado, presto para dejar florecer, aún más, la indignación.