Y se hizo la oscuridad a plena luz del día. En la comisaría de Policía Nacional del barrio madrileño de Chamberí los agentes, en legión, siguieron al resto de los trabajadores de los edificios colindantes y, pasada la 1 de la tarde, departían al sol, en unas aceras abarrotadas de gente entre los restos aún de la huelga de basura. La parroquia y el credo iban por barrios. Los había impacientes, tratando de buscar cobertura en mitad del apagón o pegados a la pantalla del móvil en busca de señal, y otros que optaban por pasar el rato en la terraza de un bar cercano, a golpe de tercios.

“Hay que tomárselo con calma. No podemos hacer nada. Es todo un poco apocalíptico”, explicaba Carla, una joven que junto a unas compañeras de trabajo esperaba novedades junto a una de las bocas de metro de Gregorio Marañón, desalojado y cerrado a cal y canto. “Esto no lo habíamos vivido nunca, pero ni vosotros tampoco”, señalaba un empleado del Metro de Madrid que monta guardia en el acceso. “Hemos desalojado de la estación, pero no hemos podido hacer más. Hemos mirado el túnel y no hemos visto ningún tren llegando, pero desconocemos si hay gente atrapada”, reconocía. Ni siquiera funcionan los walkie-talkie y la información de las estaciones cercanas es nula. “Es ir a ciegas totalmente”, insistía otro de los empleados.

Fotografía del interior de la estación de Príncipe Pío este lunes, durante el apagón en Madrid.
Fotografía del interior de la estación de Príncipe Pío este lunes, durante el apagón en Madrid. | EFE

Tampoco los fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado estaban mejor. En uno de los cuarteles del centro de Madrid reconocían que estaban “incomunicados” y que habían enviado a un compañero al cuartel general del ejército, sito en Cibeles. En la Policía Nacional la suerte era similar. “Los ordenadores no funcionan y no podemos hacer nada. Hable con la jefatura de policía. Aquí no sabemos nada de lo que está pasando”, señalaba un agente en la entrada de una de las comisarías. Algunos de los agentes se desplegaron poco después en los cruces, huérfanos de semáforos.

“Hay servicios esenciales. Hay unos grupos electrógenos preparados. En las dependencias policiales hay luz, las cámaras y los equipos funcionan”, decía Marcos Manzanares, policía de paisano en las cercanías de la delegación del Gobierno en Madrid. Él, que pedía calma, atribuía el corte repentino y prolongado a “una avería técnica”.

Un caos de circulación que no había llegado aún a los hospitales. “No hemos recibido ningún politraumatismo pero nuestro equipo está preparado para recibirlos”, relataba Agustín Fernández, responsable de Urgencias en una clínica del centro de Madrid. La mayo inquietud en las clínicas era dosificar la duración de los generadores. “Con este, a pleno rendimiento, tendríamos para dos días pero no sabemos el tiempo que nos vamos a enfrentar a esto y tenemos que ser conservadores”, explicaba el gerente del hospital. “Las consultas han sido canceladas; las operaciones suspendidas y solo estamos manteniendo la actividad de la UCI y las urgencias”.

Por las arterias cercanas la vida sin electricidad ni comunicaciones -más propia de otro siglo- corría  riadas de gente, desnortada y dominada por la incertidumbre. “Nunca en mi vida había visto las calles de Madrid tan llenas”, admitía un transeúnte. Sobre el ruido de ambulancias, silbatos de policías y barullo, desputaban cada tanto las conversaciones de quien lograba comunicar vía telefónica con los suyos. “¡Pero que no podía llamarte, hijo!”, gritaba una madre al borde de un ataque de nervios.

Imagen de una parada de metro en Madrid, en pleno apagón eléctrico
Imagen de una parada de metro en Madrid, en pleno apagón eléctrico | Israel Cánovas

Sin metro y con los autobuses saturados, Manuela Fernández prefería ir “piano piano caminando a casa. Hace un día espléndido”. A sus 90 años, prefiría prescribor filosofía y templanza. “Con serenidad. El miedo es muy malo. Nací cuando la guerra pero no me acuerdo. ¿Qué pasa?”, narraba esta “abuela” nonagenaria. “A los jóvenes todo le parece prehistoria y esto lo van a vivir más veces. Y los veo muy flojos. Están criados egoístamente. La vida es dura”, despachaba. Para ella, el apagón -sin atisbo aún de resolución- era toda una lección: “Una señora me decía que esto le pasa todos los días a la gente de la Cañada Real, que no tiene luz y que no importa al gobierno de la Comunidad o al Ayuntamiento. Vamos a sufrir lo que esa gente sufre sin que nos importe. Ahora toda España es la Cañada Real”.