En Portia, la bodega diseñada por Norman Foster en la localidad burgalesa de Gumiel de Izán, Jude Law parece un hombre en su estación natural: el otoño. El entorno –madera, acero, uvas recién vendimiadas– sugiere madurez y calidez; también un punto de melancolía. El actor británico es la nueva imagen de Emidio Tucci, la firma masculina de El Corte Inglés, pero la campaña es apenas la lona en la fachada de algo más sustancial: la constatación de que, cumplidos los 50, Law atraviesa uno de los mejores momentos de su vida. Personal y profesional.
No hay impostura en esa actitud. Lo que antes era energía contenida –esa mezcla de arrogancia, belleza y nervio que le hizo uno de los hombres más deseados del cambio de siglo– se ha vuelto compostura. "Todo es cuestión de actitud", dice en la campaña. Y la frase funciona como involuntario lema personal. Law lleva tres décadas reinventándose, evitando el cliché del galán caído o del actor que bracea para sobreponerse al brillo de su aura. Su carrera actual es el resultado de una serie de decisiones inteligentes y afortunadas: personajes incómodos, proyectos propios y una manera de envejecer enriquecida a base de ironía y curiosidad. Como los buenos vinos, recurriendo al tópico.
Jude por cuatro
En el último año se ha multiplicado: agente federal en The Order, empresario nocturno en apuros en Black Rabbit, filósofo cínico y sexy en Eden, el thriller de supervivencia dirigido por Ron Howard y que se estrena en Prime Video el próximo 24 de octubre, y un insospechado Putin en El mago del Kremlin, la película de Oliver Assayas presentada en el último Festival de Venecia. Cuatro rostros distintos de un mismo actor que parece haber encontrado el equilibrio entre la intensidad y la ligereza. En Black Rabbit, la serie que ha producido con su compañía Riff Raff, interpreta al dueño de un restaurante neoyorquino de éxito frágil, un hombre que sonríe mientras todo se tambalea. "Lo que más me gustó fue la fraternidad que se produce en el centro de la historia", declaraba recientemente a Los Angeles Times, "y la pregunta de hasta dónde se puede llegar por alguien a quien se ama".
Riff Raff Entertainment, la compañía que fundó en 2017 con su antiguo asistente, Ben Jackson, le ha permitido tomar el control de su carrera. "Si no te implicas detrás de la cámara, solo te perciben por lo que otros creen que puedes hacer", explicaba hace pocos días en otra entrevista concedida al Washington Post. Lo suyo es una suerte de independencia tranquila: producir, actuar y elegir sin alardes, con el olfato de quien ha aprendido a reconocer lo que le interesa y lo que no.
'The Young Pope', un punto de inflexión
Otro punto de inflexión fue su paso por The Young Pope. Mano a mano con Paolo Sorrentino, Law construyó a Lennie Belardo, el papa ficticio que mezclaba santidad y narcisismo con una ironía casi blasfema. Aquel joven pontífice fumador y displicente fue una de las grandes mutaciones de su carrera: un personaje que le permitió explorar la fe, la vanidad y el poder desde la fragilidad. Él mismo ha contado que fue también su escuela como productor, pues en The Young Pope y The New Pope aprendió "a observar cómo se toma el timón de un proyecto y cómo se confía en un equipo". Desde entonces, su mirada sobre la industria cambió: dejó de ser solo un actor y empezó a entender la arquitectura de las historias.
Aunque como actor hace tiempo que lo tiene claro. En una larga entrevista concedida a la radio pública norteamericana en septiembre se reía de su propio método: construir la voz de cada personaje desde la infancia imaginaria del tipo que interpreta, como si le inventara un árbol genealógico. También contaba que, para encarnar a Enrique VIII en Firebrand, encargó a una perfumista un olor nauseabundo a base de cerdo, pescado y sudor. "Quería que se me pudiera oler a tres habitaciones de distancia". Lo suyo no es narcisismo, sino una manera excéntrica pero rigurosa de trabajar sus papeles.
Un mujeriego entre la realidad y la ficción
Law siempre ha sido así: minucioso, instintivo, algo maniático. Lo confesaba entre risas el año pasado a The Guardian: "La persona construida con lo que se escribe sobre mí no soy yo, es otro tipo". Ese "otro tipo" fue, durante años, la caricatura del actor guapo, infiel, un poco arrogante, que conoció a Sienna Miller mientras interpretaba al mujeriego Alfie antes de engañarla en la vida real con la niñera. Pero el tiempo, y quizá también el humor, han ido decantando la figura real de Law: alguien que conserva la curiosidad, que lee, que produce, que cría hijos –siete, entre tres y veintiocho años, con cuatro mujeres distintas– y que aún se sorprende de seguir en el centro del escenario.
"Llegas a los cincuenta y te preguntas si puedes seguir a este ritmo", reflexionaba en el Post. "Las responsabilidades del trabajo, de la gente que depende de ti… todo exige otra velocidad". La suya parece haberse ajustado al compás de la madurez: trabaja mucho, pero con menos urgencia. En casa, dice, encuentra un equilibrio que ningún rodaje ofrece. "El mejor antídoto contra la ficción es volver y ser simplemente padre".
Un Putin improbable
En el festival de Venecia, Law presentó El mago del Kremlin, donde interpreta a un Putin enigmático, "el hombre sin rostro". Allí habló sin miedo de la incomodidad del papel: "Confiaba en que la historia se contaría con inteligencia y matices. No buscábamos la polémica gratuita". Lo suyo, más que provocación, es de nuevo, curiosidad: en este caso por los pliegues del poder, la mentira y la identidad, territorios donde lleva años sintiéndose cómodo.
El Law de hoy no parece perseguir nada, salvo el placer de seguir transformándose. "Me interesa la verdad", dijo al Post, antes de corregirse, riendo: "Dios, eso suena muy pretencioso. Pero ponlo, pon que mi mantra es la verdad". Esa mezcla de ironía y pudor resume bien el lugar al que ha llegado un actor consciente de su talento y de su suerte, pero con la suficiente distancia para no creerse su propio mito.
Por eso su imagen de caballero otoñal, en la bodega diseñada por Foster, funciona tan bien. No porque venda una chaqueta o un abrigo, sino porque captura algo que ya no depende del traje: la ligereza de quien ha aprendido a estar a gusto en su piel. Ni postureo ni reinvención: solo un tipo que, al mirar a cámara, parece decir que el paso del tiempo también puede oler a calma.
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