“Echo de menos las flores”, escribió una mujer siria en un trozo de papel. No quiso dar su nombre por miedo a las repercusiones. Vive en un refugio colectivo cerca de la ciudad de Hermel, al norte del Líbano y a escasos kilómetros de su hogar. Su mensaje, sencillo y desgarrador, resume el anhelo de millones de personas refugiadas sirias: recuperar la belleza de una vida que ya no existe.
Desde que comenzó la guerra en Siria en 2011, más de una década de violencia, destrucción y desplazamientos forzados ha marcado a generaciones enteras. La caída del gobierno de Bashar al-Assad en diciembre de 2024 no trajo la estabilidad esperada. La economía colapsada, las infraestructuras destruidas, la falta de oportunidades de subsistencia y los continuos enfrentamientos armados siguen obligando a muchas familias a huir. Desde el cambio de gobierno, ACNUR ha registrado más de 100.000 llegadas al Líbano.
Leila – nombre ficticio para proteger el anonimato –, una mujer de 56 años, cruzó la frontera en diciembre de 2024 tras ver cómo asesinaban a su hermano frente a sus ojos. De sus siete hijos, uno fue asesinado en Siria, dos se quedaron atrás, y cuatro la acompañan en el exilio. “Estoy muy asustada por mis hijos, no quiero que los maten”, dice, mientras intenta encontrar trabajo para alimentar a su familia. Duerme con ellos en el suelo, sobre un colchón.
Como Leila, Rima huyó de Siria tras el cambio de gobierno, en su caso en marzo de 2025, cuando enfrentamientos y ejecuciones sumarias de carácter sectario en la zona costera obligaron a más de 80.000 personas, que nunca antes habían sido desplazados, a buscar seguridad en el Líbano. La gran mayoría han llegado a Akkar y las gobernaciones del norte, así como a la zona de la Becá y Baalbek-Hermel.
Rima huyó desde su hogar en Tartús, a 50 kilómetros de la frontera con el Líbano. Vive con su marido y sus ocho hijos en una sola habitación del refugio colectivo de Rihaniyeh. Dos de sus hijos, Ahmad y Alí, padecen talasemia, una enfermedad crónica de la sangre. Necesitan medicamentos específicos y una dieta adecuada, pero no tienen acceso a ellos. “Ahmad necesita comida y suplementos nutricionales muy específicos, ya que no tolera ni digiere bien ciertos alimentos como cereales, por ejemplo. Tiene 13 años, pero no parece que los tenga, ya que tiene problemas de crecimiento por falta de nutrición adecuada”, cuenta.
Rima explica que, aunque quieren regresar a Siria, “ahora mismo no es seguro hacerlo y hay muchas minas terrestres en el camino a casa. Ojalá la situación en Siria se estabilice pronto y podamos volver a casa”.
Al mismo tiempo, casi 600.000 refugiados sirios han abandonado el Líbano tras la caída del gobierno de Bashar al Assad, según datos de ACNUR. Pero el nivel de destrucción e inseguridad de ciertas comunidades en Siria ha provocado que más del 70% de ellos hayan regresado al Líbano tras intentar volver a su país.
El Líbano sigue siendo el país que acoge al mayor número de refugiados per cápita y por kilómetro cuadrado del mundo, con al menos 1,4 millones de personas refugiadas sirias. Tanto los que huyeron hace años como los que han huido ahora llegan sin nada, enfrentándose a una realidad marcada por la escasez de recursos, la reducción de la financiación para la ayuda humanitaria y la creciente tensión social. En lugares como Hermel, Akkar o Fekehe, los refugios están saturados, el agua no es potable, y los brotes de enfermedades como el cólera siguen siendo una amenaza.
Samaa, que vive en un campamento informal en Fekehe, al norte del Líbano, desde 2012, lo sabe bien. A pesar de llevar en el país vecino 13 años, la familia sigue sin poder tener otra situación que la de vivir en una tienda de campaña de lonas sucias, en una tierra llana sin servicios. “Tenemos que caminar kilómetros para conseguir agua y comida. En el campamento el agua no es potable. En verano no podemos estar dentro de las tiendas, hace demasiado calor”, explica. Su marido trabaja como agricultor a temporadas, pero el dinero no alcanza. En invierno, sobreviven con préstamos.
La historia de Samaa se entrelaza con la de Salama. Ambas huyeron en 2012, ambas viven en Fekehe, y ambas han intentado mantener el vínculo con Siria. Salama regresó brevemente a Homs tras la caída del gobierno de Bashar al-Assad, solo para encontrar su casa completamente quemada. “No tengo nada en Siria a lo que volver”, afirma. Sus hijos pequeños nacieron en el campamento. La escuela está lejos, los servicios sanitarios también. “A veces solo comemos dos veces al día”, dice.
Acción contra el Hambre sigue respondiendo a las necesidades de la población refugiada siria con actividades de nutrición, saneamiento y atención materna, pero las carencias siguen siendo enormes. En muchos refugios, las familias comparten una sola habitación, sin privacidad, sin colchones suficientes, y con acceso limitado a servicios básicos.
La historia de Siria no ha terminado. Tampoco la de sus refugiados. Mientras el mundo gira la vista hacia otros conflictos, millones de personas siguen atrapadas entre el pasado que perdieron y un futuro que aún no llega. La inacción no solo condena a estas familias al sufrimiento, sino que amenaza con desestabilizar aún más una región ya al límite.
Elisa Bernal es especialista en comunicación de emergencias de Acción contra el Hambre
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