Y, una vez más, el camino de palestinos e israelíes lleva hasta su geografía de hoteles y amplias avenidas. Con el mismo acto reflejo por el que cada año cientos de miles de turistas rusos, británicos e italianos inundan las tumbonas de sus playas o se contonean en las discotecas de Naama Bay, el centro plagado de luces de neón que conoció tiempos mejores. Unos y otros habitan esta semana Sharm el Sheij, la capital de la península egipcia del Sinaí que a orillas del mar Rojo ofrece supuestas vacaciones de ensueño a módicos precios; un destino de turismo sexual; y ahora también la promesa de la paz que negocian Israel y Hamás, empujados por la administración Trump y los mediadores árabes.

Sharm el Sheij es, al mismo tiempo, una y mil: la ciudad del estío eterno; la mina de oro para los trabajadores egipcios llegados del otro lado del Canal de Suez; el refugio dorado al que huyó en 2011 Hosni Mubarak tras ser desalojado del poder por las multitudinarias protestas de Tahrir; y el invento de un egipcio con pasaporte español que, cuando Mubarak salió abruptamente de escena, también escapó para recluirse en su casa de La Moraleja.

En realidad, el mundo ya ha estado mil veces en Sharm el Sheij: en sus cumbres, sus conferencias, sus fotos de familia. El protocolo ha dejado en la ciudad -con unos 73.000 habitantes perennes, según el último censo conocido- una pose de posteridad. Pero la historia de esta Meca del ocio egipcio —la que ocurre cuando se apagan los focos— es más azarosa.

Playa en Sharm el Sheij. | Francisco Carrión

La ciudad que se declaró “de la paz”

Durante décadas Sharm el Sheij fue una aldea de pescadores a la que la geopolítica convirtió más tarde en plató. Vivió en dos períodos bajo control israelí: apenas un año en 1956, tras la crisis que desató la nacionalización del Canal de Suez; y durante 15 años después de la Guerra de los Seis Días en 1967.
 
La restitución de la península a Egipto tras la guerra del 73, los acuerdos de Camp David y la necesidad del poder egipcio de exhibirla como un lugar de encuentro, al que acabaron por bautizar como “La ciudad de la Paz”, título del que aún presume en alguna de sus rotondas.  

El entonces primer ministro Ariel Sharon junto al presidente de la Autoridad Palestina Mahmud Abbas en Sharm el Sheij

En sus confines Ariel Sharon y Mahmud Abbás se dieron hace veinte años un apretón de manos con el que el entonces primer ministro israelí y el presidente palestino Abu Mazen -que aún sigue siéndolo, a punto de cumplir los 90 años- sellaron la paz tras cuatro años de “intifada”. Bill Clinton, Kofi Annan o Yaser Arafat también pisaron su callejero. “Aquellos sí que eran buenos tiempos. Se celebraron muchas conferencias internacionales y por aquí se dejaron ver Sharon, Abbás o Bush. Hicimos tanto dinero que pudimos incluso costearnos viajes a Europa”, me decía hace una década Mustafa Hasan, un comerciante de 38 años oriundo de la también turística Luxor, en el Alto Egipto (sur del país). “Empecé ayudando en una pequeña tienda y aprendí seis idiomas conversando con los viajeros que pasaban por allí”, me relató.

Eran tiempos en los que era fácil vender Sharm como la “ciudad de la paz”: bastaba montar escenarios, inaugurar rotondas con monolitos, colgar letreros, replantar buganvillas y estirar avenidas. El sol y los arrecifes hacían el resto. El balneario egipcio, que el ex presidente Hosni Mubarak mimó hasta su ocaso en 2011 y donde su refugió tras su espantada, ha tratado durante la última década de recuperar el tiempo perdido de nuevo cumbres regionales e internacionales, como la COP27 de finales de 2022.

Participantes en la COP27 en Sharm el Sheij. | EP

El arquitecto “español” en la sombra

Cada ciudad que se levanta rápido necesita un padrino. El de Sharm fue Hussein Salem, héroe y villano de una misma fábula. Su biografía —servicios secretos, tráfico de armas en los años de la guerra fría, negocios energéticos, amistad de hierro con Hosni Mubarak— condensa una época. Nada explica mejor la ciudad que él ayudó a construir que su cartera de favores: concesiones, tierras públicas a precio de ganga, gas a Israel por debajo de coste, hasta cinco palacetes para los Mubarak como propina, hoteles de cinco estrellas y un centro de conferencias con la llave siempre en el bolsillo del régimen.

Husein Salem

Fue el ideólogo que transformó Sharm el Sheij en una postal del “milagro” turístico: un resort infinito de animada e impostada vida nocturna que atrajo rápidamente a rusos, italianos o británicos. Salem -nacionalizado español- hizo de Sharm una fábrica de ingresos. Cuando la revolución de 2011 sacó del poder a Mubarak, Salem huyó a Madrid, arrastrando con él el inventario de un enriquecimiento convertido en caso judicial. Las cifras —cuentas, pisos, aviones— revelaron el andamiaje de un milagro con cimientos torcidos. Años después, en un pacto con las autoridades egipcias, devolvió una parte y curó su expediente. Murió lejos, con pasaporte español, dejando en pie lo que más le sobrevivió: el mito del “padre de Sharm”.

Salem se benefició de su buena relación con el poder. Logró privilegios y consiguió inversiones vulnerando la ley. Causó un daño enorme al Estado. La fortuna que amasó podría haberse dedicado a mejorar la sanidad o la educación”, me contó en cierta ocasión Hisham Geneina, ex auditor gubernamental que acabó convertido en enemigo público del régimen por denunciar la corrupción.

El espejismo turístico

Si el paisaje natural que rodea a Sharm —agua cristalina, corales y tiburones que esporádicamente provocan algún susto— ha permanecido más o menos invariable, el humano ha sido una marea. En su auge, Sharm fue el reino del paquete vacacional: rusos al sol, británicos a la barra libre, italianos a la discoteca, cursos de buceo, luna de miel a crédito y vendedores con políglota de bazar. Se oían acentos del norte cada pocos pasos y el desierto parecía el patio trasero de Europa. Después llegaron los atentados -el reivindicado por el Estado Islámico contra un avión ruso que en 2015 dejó 224 muertos- y los accidentes aéreos, la sospecha sobre la seguridad del aeropuerto, la mano larga de la insurgencia en el norte del Sinaí. La terminal de llegadas se vació. Hoteles con ocupación del veinte por ciento, gerentes haciendo cuentas, recepcionistas despedidos y animadores de resort reconvertidos en teleoperadores en El Cairo.

El turismo es una máquina caprichosa, una industria que vive de percepciones. En Sharm, los golpes se acumularon: una triple bomba en 2005; el avión ruso que salió de allí y estalló en el centro del Sinaí por una bomba instalada en una lata de tónica; la cascada de cancelaciones; la decisión de gobiernos europeos de suspender vuelos; la sombra alargada de la inestabilidad egipcia y la represión política que puso al país en el punto de mira. El renacer para salir de la depresión fue una cumbre en Sharm el Sheij.

La ciudad de las cumbres

Árboles nuevos, aceras barridas, jardineros a destajo. El guion se repitió: conferencias económicas para atraer inversiones, reuniones de la Liga Árabe para exhibir protagonismo regional, citas climáticas globales con más delegados que camas. Sharm se convirtió en una república de las cumbres, un territorio con calendario de eventos y un pie de foto fijo. El mecanismo era brillante y cínico a la vez: si el turista no vuelve, que venga el diplomático; si el turista duda, que la televisión enseñe que Sharm está abierta; si la prensa insiste en la violencia y la pobreza, que haya titulares de cooperación y discursos sobre prosperidad.

George Bush y Hosni Mubarak en Sharm el Sheij en 2003

La gran cita climática elevó al paroxismo la teatralidad: autobuses eléctricos atascados, el aire acondicionado a toda máquina, precios que se disparaban en hoteles que exigían a sus huéspedes pagar más al llegar. Fuera, una presencia policial obsesiva convertía las calles en un tablero vigilado; dentro, líderes y activistas repetían letanías sobre el “momento decisivo”. La ciudad se ofrecía como anfitriona impecable y mostraba, al mismo tiempo, el reverso de su orden: la vigilancia, la autocensura, la sensación de que todo se filma. Una suerte de distopía que un diplomático sueco en la COP resumió en una frase: “Es como estar en Las Vegas, pero de alguna manera peor”.

Sexo y contradicciones

A la distancia, Sharm es un plano general: piscinas, palmeras, luces, un anfiteatro romano de cartón piedra, dinosaurios de fibra de vidrio, réplicas de pirámides a escala. De cerca, Sharm es su gente: los que rellenan el decorado cuando la cámara enfoca y los que se quedan cuando los peregrinos recogen y se marchan. Jóvenes llegados de provincias que aprendieron a vivir en inglés y les atormenta sentirse entre mundos.

Imagen de la película Dream Away

Para muchos de ellos, Sharm fue promesa de independencia y caja de resonancia de un país que los empuja a elegir entre un futuro pequeño y una moral grande. Una gran comedia y una gran tragedia que el cineasta egipcio Maruan Omara llevó a las pantallas Dream Away, un documental que retrata la vida de los trabajadores de Sharm el Sheij, el paraíso de gusto “kitsch” para rusos y británicos, cuando la agitación política que sacudió Egipto lo convirtió en un pueblo fantasma. Una cinta a mitad de camino entre la ficción y el documental que sigue a sus protagonistas por la desolación de hoteles abandonados recordando su vida pasada y las contradicciones de un balneario artificial célebre como destino sexual.

El testimonio impúdico de sus vidas muestra esas contradicciones, ese “choque de civilizaciones” que se produce en Sharm. “Una experiencia, similar a un tiovivo, eleva a los jóvenes a un estado onírico; a la sombra de las relucientes fachadas del hotel, llevan una doble vida, sin que sus familias sean conscientes de las tentaciones pecaminosas de la ciudad. Aun así, se sienten divididos ante la cultura occidental predominante: para algunos, los valores liberales representan la independencia con la que siempre han soñado, mientras que para otros simplemente no son agradables. Aunque marcharse no es una opción —les resulta demasiado difícil abandonar su estilo de vida liberal y volver a su cultura tradicional—, ahora carecen de oportunidades tanto económicas como personales, y se encuentran en una búsqueda existencial de identidad”, resume la sinopsis.

Por la pantalla desfila Sameh, un joven casado con una mujer británica de 60 años que pasa regularmente sus vacaciones en Sharm y le mantiene allí durante todo el año; Zaki, llegado del campo egipcio que trabaja como DJ de renombre y enganchado a las fiestas de Sharm; Fátima, que renunció al velo para trabajar de recepcionista; Medhat, un culturista que chapurrea el inglés y ha perdido la cuenta de las extranjeras que ha conocido en sus encuentros.

El retorno del dossier palestino

En Egipto la diplomacia se cocina a fuego lento y a puerta cerrada. Sharm ofrece el escenario ideal para ese teatro: un lugar donde nadie es de aquí y todos están de paso; donde el Estado controla cada detalle. Un paraíso hortera a 510 kilómetros de la Franja de Gaza en el que desde el lunes Hamás e Israel negocian el plan de 20 puntos diseñado por Donald Trump. A ambas delegaciones se han sumado desde este miércoles Jared Kushner, yerno y antiguo asesor de Trump, y Steve Witkoff, enviado especial para Oriente Medio. En nombre de Hamás está presente Jalil al Haya, uno de los líderes que ha sobrevivido a los sucesivos ataques y asesinatos contra la cúpula ejecutados por Tel Aviv. Del lado israelí asiste Ron Dermer, ministro de Asuntos Estratégicos y uno de los negociadores más cercanos al primer ministro Benjamín Netanyahu. El primer ministro de Qatar y la inteligencia egipcia y turca completan la imagen.

Sharm vive instalado en las paradojas: un espejismo donde se reconcilian a ratos enemigos que no admiten la existencia del otro; un destino familiar que, en su trastienda, es libre y furtivo, con una actividad que haría sonrojar a los guardianes más puritanos; un festival del neón que no consigue tapar la austeridad que se instala cuando los turistas huyen.

Esas contradicciones son parte de su ADN. Quizá por eso resiste: no se le exige coherencia, se le exprime utilidad. Funciona como un “espacio tercero” donde las reglas se suspenden sin que nadie lo reconozca. Puede apadrinar una negociación con israelíes y palestinos, y un joven trabajador egipcio puede bailar como lo haría en Ibiza y rezar en la misma tarde. Sharm es “el Benidorm egipcio”, “la Ibiza del desierto” o “Las Vegas, pero peor”.

Algunos turistas que vuelven —ucranianos, bielorrusos, italianos, árabes de países vecinos, clases medias egipcias— lo hacen por sus aguas y “algunos de los paisajes submarinos más impresionantes del mundo”. La Lonely Planet sostiene que aquí “las aguas cristalinas y la increíble variedad de peces exóticos que se mueven rápidamente entre los coloridos arrecifes de coral han convertido este lugar en un paraíso para el buceo”.

Existen lugares más auténticos en Egipto, como la cercana Dahab, que nació a modo de antítesis: menos grandilocuente y artificial, conocida como la Arcadia de los hippies egipcios y extranjeros. Pero Sharm, paraíso natural y perdición nocturna, parece hallarse por encima de todas las plagas. En 2015, apenas unos días después del atentado que derribó y deshizo como un azucarillo el avión ruso, un funcionario del aeropuerto me confesó sin inmutarse, en plena desbandada “zombie” de los últimos turistas: “Volverán. A los rusos le gusta este sol y están acostumbrados a los accidentes aéreos”.

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