Hacía días que Pablo Iglesias no ocupaba las primeras páginas de los diarios y los informativos de radio y televisión. Pero él, que es un hombre de su tiempo y sabe de la importancia de la imagen, ha recobrado protagonismo utilizando en el Congreso términos como "me la pela, me la bufa, me importa un huevo". Bingo. ¡Cómo no reconocer su virtuosismo como político moderno!

Cuando un político habla no piensa tanto en lo que transmiten sus palabras sino en la repercusión que van a tener sus declaraciones. Por eso, los mensajes son cada vez más sintéticos, más simples. No se busca la reflexión, sino la acción.

La eficacia de un político se mide en clicks o en likes. Las redes sociales han ayudado a esa vulgarización de la política, a la pérdida de sus elementos más nobles. Se persigue el impacto y la adhesión.

Otro ejemplo lo tenemos en el presidente del Eurogrupo, Jeroem Dijsselbloem. En una entrevista al periódico alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung ("el medio es el mensaje", decía el maestro McLuhan), se ha permitido la licencia de atribuir a los países del sur -los en otro tiempo PIGS- el despilfarro de la ayudas europeas en "licor y mujeres". No ha pedido disculpas y se ha mantenido en sus trece a pesar de que miembros de su grupo y dirigentes de Portugal e Italia hayan pedido su dimisión.

¿Se ha equivocado Dijsselbloem? No, atendiendo a sus intereses. Después de su batacazo electoral en las recientes elecciones holandesas, se veía necesitado de un respaldo sólido para mantenerse en el cargo que le disputó al ministro español Luis de Guindos. ¿Cuál es el país que puede hacer posible su continuidad en el cargo?... Lo han adivinado: Alemania. Dijsselbloem ha tocado conscientemente una tecla que sabe que le va a funcionar en Alemania: los países del sur despilfarran el dinero que reciben de los países del norte. Sí, se ha ganado una reprimenda, pero, a cambio, se ha asegurado el puesto.

La globalización, internet y las redes sociales también nos han traído la banalización de la política, el insulto como arma habitual y la mentira como recurso lícito

Al contrario de lo que se podría pensar, la sociedad digital es simple y maniquea. Los tópicos se viralizan fácilmente porque a través de ellos se establecen diferencias fáciles de comprender: "los andaluces son poco trabajadores y divertidos"; "los madrileños son chulos y fachas"; "los catalanes, trabajadores y tacaños".

El nacionalismo no ha tenido reparo en recurrir a ellos para ganar adeptos. "España nos roba"; "con nuestros impuestos los colegios en Extremadura tienen un ordenador por niño", y, últimamente, una versión más sentimental: "España no nos quiere".

Las redes (Twitter, Facebook, Instagram, etc.) han creado la sensación falsa de que internet ha ensanchado la democracia. No sólo cuentan todas las opiniones, sino que todas las opiniones valen. Si uno quiere sacar pecho entre su grupo de afines tiene que tener muchos followers, muchos amigos virtuales. Para lograrlo a algunos no les importa desnudarse, en todos los sentidos. El éxito se puede medir y, por tanto, para petarlo (¡qué palabra tan horrible!) lo mejor es derribar barreras. No tenemos más que recordar lo que ocurrió tras la muerte de Rita Barberá para entender lo que quiero decir.

La zafiedad, el insulto, la transgresión se han convertido en herramientas habituales de los que buscan ser alguien en la sociedad de la imagen. El mejor ejemplo de ello es el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Miente por sistema, pero le da igual. Él también es un chamán de las redes y sabe mejor que nadie que a sus seguidores no les importa que les mienta. Lo que les decepcionaría es que traicionara su visión del mundo: que los inmigrantes les quitan los empleos a los norteamericanos, que América es lo primero, y chorradas por el estilo.

En fin, que la globalización también nos ha traído un resistente virus: la banalización de la política, la normalización del insulto y la mentira.