La reunión del presidente del Gobierno con el líder de la oposición hay que valorarla positivamente. El desafío planteado en Cataluña por los independentistas implica una amenaza para la estabilidad política comparable a la que supuso el tejerazo. Aquel fue un golpe cuartelero con reminiscencias franquistas; éste tiene carácter civil y viene revestido con el manto de una dudosa voluntad popular. Pero, esencialmente, el 23-F y el 1-O coinciden en su objetivo: la alteración del orden constitucional.

El Gobierno tiene la obligación de hacer respetar la ley -lo contrario supondría incurrir en una gravísima prevaricación- como se ha cansado en repetir Mariano Rajoy. Pero cuando esa determinación conlleva asumir el riesgo de fractura social, además de cumplir la ley, hace falta estar investido de legitimidad política. Eso ha sido lo que Pedro Sánchez le ha proporcionado al Gobierno, pero, eso sí, con condiciones.

El aval sobre Cataluña se enmarca en la estrategia opositoria del líder del PSOE: implacable en asuntos sociales, económicos y de regeneración democrática, pero de consenso en temas de Estado.

El Gobierno no podía correr el riesgo de quedarse sólo frente al reto soberanista. Contar con el respaldo de Ciudadanos era relevante, aunque se diera por hecho. Pero el sustento del PSOE tiene un doble valor: no sólo porque representa el primer partido de la oposición, sino porque se trata del partido hegemónico de la izquierda. No estamos, como pretenden los independentistas, ante la respuesta cerril de la derecha española, sino ante la posición sólida y firme del bloque constitucional que aglutina, además de a Ciudadanos, a las dos grandes formaciones de la Cámara.

El apoyo del PSOE al Gobierno para impedir el referéndum tiene un gran valor político, pero está condicionado a la no aplicación del artículo 155 de la Constitución

La posición de Sánchez lleva acarreado el compromiso del PSC, que, aunque no atraviesa por su mejor momento, ha sido un partido clave para la gobernación de Cataluña. Es más, ese posicionamiento inequívoco a favor de la Constitución constituye la garantía de que el partido liderado por Miquel Iceta está en disposición de recuperar su papel central en la vida política catalana.

¡Cuánto hubiera dado Puigdemont por abrir una brecha en el bloque de la legalidad! Los pasos que dé a partir de ahora la Generalitat no sólo contarán con la respuesta legal que corresponda a cada desafío, sino que tendrán el rechazo de la mayoría absoluta del Congreso.

Sin embargo, el PSOE no le ha dado carta blanca a Rajoy. En primer lugar, le ha conminado a abrir una negociación con el presidente de la Generalitat antes del uno de octubre. En segundo término, ha establecido una clara línea roja: la no aplicación del artículo 155 de la Constitución, algo que el gobierno ya contemplaba. Aunque el presidente rechace la primera premisa, las cosas necesariamente tendrán que cambiar y habrá que establecer un marco de negociación para el día después del referéndum, que, como todo el mundo sabe -¡hasta la CUP!-, no se va a celebrar.

La tensión va a llegar hasta límites insoportables y seguramente habrá alteraciones del orden público que deberán controlar los Mossos. Con ese escenario cuenta todo el mundo. Pero hay que dar una respuesta a los millones de catalanes que esperan un marco de convivencia razonable y estable con el resto de España. La ley habrá cumplido su función para evitar el golpe, pero después llegará la hora de la política. El Gobierno tiene que aprovechar la mano tendida por el PSOE para intentar resolver el problema de Cataluña sin la urgencia y el vértigo de una amenaza a plazo fijo.