Una princesa para fracturarse la cadera, un elefante para dormitar con él, los reinos de las Mil y una Noches mandándole camellos con cántaras y alfombras… Ésa es la leyenda del Borbón. Y una España de entre Franco y Fraga que se hacía europea escapando de las realezas de pololo de Sisí, las realezas de enchufe y sobao de El Pardo, las realezas cuarteleras de la Brunete, las realezas de belfo, garrota y sangre de Goya, y las realezas de gobernador civil saliente, socialismo con rosa de trapo y comunismo con peluquín de la Transición. Incluso las realezas de los bancos y los empresones, con sus despachos preñados de democracia en noches de anunciación, por mano de Felipe o Aznar o el que tocara. Aquí, en fin, la leyenda de Juan Carlos, que anda en nuestra historia como un cojo guardiamarina lepantino o quevedesco.
Del Rey Juan Carlos se esperaba quizá que conservara, actualizara y destruyera demasiados mitos a la vez. Alfonso XIII era putero de aguamanil y tramposo de galguera. Los reyes tienen estas cosas porque lo que se espera de ellos no es la santidad sino que no echen a perder del todo el país, que colaboren siquiera con un cuadro de relincho o de podenco que enardezca o tranquilice, o con un tratado firmado con una pluma de faisán como un tocado maya, simbólico y arborescente.
Juan Carlos ha tenido leyendas porque lo hizo todo en época de leyenda, ese periodo un poco artúrico de nuestra historia. Estaban las leyendas urbanas, la de encontrártelo en moto o de radioaficionado, o que terminara meando a tu lado en cualquier recepción (“picha española no mea sola”, te decía invariablemente). Otras de gran conspiración vaticana, la operación Armada, el Elefante Blanco (el elefante parece ser su tótem)… Y, por último, las camas en las que habría estado con vedetes o trapecistas, mientras doña Sofía era una Penélope con mantita a cuadros.
Juan Carlos ha tenido leyendas porque lo hizo todo en época de leyenda de nuestra historia
Alrededor del rey Juan Carlos, como alrededor de la rotonda de su estatua, se tenía que reconstruir un país, y se tenía que hacer aportando simbología. Un rey sólo es eso, su simbología, que está entre el fetiche y el maná del hechicero de la tribu. Su simbología traía vellocinos, mármol católico, modernidad moderada por la sangre azul, y autoridad entre el obispo y el capitán de buque (como en aquella noche de imaginaria de todo el país, con el Congreso tomado por toreros locos). Pero su simbología alfa también traía camas vikingas. Si no hubiéramos querido un monarca con lo que tiene de dios pagano, no hubiésemos buscado un rey, sino un presidente de El Corte Inglés.
El rey emérito ha ido de los amores de juventud a los amores de enfermera, cosa que a mí ni me escandaliza ni me importa, salvo en lo que toque a lo público. Corinna, rubia de tallo congelado, princesa de pescadería de las princesas, que es como la pescadería de las sirenas, se acercó a Don Juan Carlos con ese amor de las rubias y de las sirenas, entre el cuento, el veneno y el tesoro. Son amores que surgen del negocio, con espíritu de negocio, el negocio de la carne asalmonada y el del oro de los torreones. España se espantó un poco cuando vimos que el Rey apenas tenía pudor en pasearla como querida oficial, querida con templete, querida como ya en su cuadro y su billete de Goya. Se tuvo que ir antes de que se cargara la monarquía, porque una cosa es un rey pichabrava y otra humillar a la Corona y al Estado persiguiendo a una sirena con manzana en la boca por los jardines de Sabatini. Antes, eso sí, Corinna se empeñó en dejarnos, en revistas y televisiones, una estampa como de Preysler de la realeza, de digna señora de sus diamantes. Pero seguía oliendo a sirena de pescadería.
Corinna, pues, fue quien metió primero al rey Juan Carlos en el negocio de sus ojos engarzados, sus ojos como tiaras, pero ahora parece espantarse de que el rey la metiera a su vez en sus negocios mitológicos con otros reyes, incluidos reyes dioses como los saudíes, que son egipcios de Mahoma, o los marroquíes, viejos maestros en la pobreza del oro. Es un enredo de negocios como un enredo de collares, que se han buscado ambos, y que a lo mejor sólo tiene un desenredo también mitológico. Corinna ha sido grabada, con o sin posado, por gente que tampoco usa la ley ni el dinero tal cual, sino después de forrarlo en mitología, rozarlo por la Corona, por las plantas más churriguerescas de nuestro Estado, y pesarlo como se pesa a un marajá con sus propias gemas.
El rey emérito ha ido de los amores de juventud a los amores de enfermera, cosa que no me importa
El rey Juan Carlos tiene derecho a sus leyendas, a su carácter de rey mesonero y rijosillo, que nos gusta, que nos resulta simpático, que ha servido para consolidar nuestra joven democracia que aún necesita un padrecito o un señor con cayado o con cara de moneda para sentirse unida cuando todo quiere separarla o repartirla. Al Rey no se le puede tocar y eso seguramente habría que cambiarlo.
Pero, desde luego, a lo que no tiene derecho el rey emérito es a echar a perder el país. Ni a que la ley, que no puede tocarlo a él, tampoco pueda alcanzar a quien lo ha tocado a él por el mismo vellocino, o a quien tenga información sobre sus capitales o sus doseles. O sea, que no hay derecho a que ningún listo ni ninguna sirena en papel de estraza ni ningún palanganero con tomavistas, ni Villarejos ni Corinnas ni Urdangarines, puedan chantajear al Estado para salvar una honra o un dinero o una vergüenza que tampoco me importa, la verdad, más que como tema para la literatura (reyes, princesas y elefantes, todos sobre sus pieles desnudas, vendidas o abatidas).
Lo que me importa es el dinero y, sobre todo, la vergüenza y la honra de lo público, que parece que aún no se sabe manejar del todo bien, que parece que aún se puede comprar o vender en pescaderías de rubias o en colchones con heráldica, puta y mastín.
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