Steven Seagal, con su cara fija de indio de madera, de indio de Cheers, de tienda de tramperos, era como el panadero de las artes marciales, que eso parece su aikido, que está amasando un poco al otro para comérselo blandito o dorarlo por el otro lado antes. Ahora es él el que se ha comido a aquel indio que fue, como un oso grizzly. Seagal es ya como un bluesman de los mamporros, gordo de melancolía, lentitud e intensidad. Con sombrero y pistola polvorientos como una guitarra de porche de Louisiana, protagonizó un reality sobre sus aventuras como sheriff adjunto de reserva y ahora dedica mayormente el tiempo a rodearse a sí mismo con la mirada y a salvar o hacer temblar un poco el mundo.

Putin, otro que tiene la cara fija de su moneda de marfil; Putin, un poco japonés de la estepa, mogol en calzoncillos con pistola de paquete, amante de las artes marciales y de la amistad viril de gladiador pecholata y barnizado, resulta que es amigo de Seagal y le ha nombrado embajador sin cartera, mediador sin pompa o acojonador no oficial de Rusia en Estados Unidos. Uno no cree que Seagal vaya a mediar en nada ni que Trump lo encare con Chuck Norris, pero a lo mejor no estaría mal que todo volviera a decidirse en duelos singulares, echar a pelear a los jefes o al menos a estos paladines. Enfrentar como dos Godzillas de cebo a Norris y Seagal, como ya se enfrentó Norris con el mismo Bruce Lee, que le terminaba arrancando el vello pelirrojo del pecho como una pelusa de un cojín (El furor del dragón).

Aquellos duelos, el oeste de chinos que fue mi juventud en el cine, más de kung-fu que de western. Mucho antes que Seagal, o que ese kickboxing como de patinador de Jean-Claude Van Damme, estuvieron esos chinos con coleta de látigo y alpargatas de hierro, que volaban como dragones de andamio y golpeaban como tigres con sonajero, ese sonido de madera contra viento o contra otra madera de cada golpe, de cada movimiento. A eso suena la mitad de mi juventud, a nunchaku que va del sobaco a la nuez y a puño que encuentra el aire en una manga.

Aquel cine era mejor cuanto más exagerado y más cutre, cuanto más alto volaban los luchadores y más esbirros caían en el mismo dojo y la misma patada

Muchas sesiones dobles, en aquel cine de sombra y cuesta. O en aquel otro cine de verano con silla de tijera, con desconchón de cal en la cara del malo, con mujeres de corva gruesa, llenas de verano como una fruta, que iban al cine con los sobrinos o los novios como para tender allí la sábana en la que veríamos la película. Aquellos cines de un Fellini andaluz, con el mariquita del cine, con el kiosco del cine, con el mar dentro del cine, la luz de cine que tiene el mar, o la luz de mar que tiene el cine.

Allí el malo le decía al bueno, al muchacho, cada vez, “tu kung-fu apesta” y “yo maté a tu maestro”. Yo creo que lo de “tu kung-fu apesta” era traducción inventada, por comodidad y rapidez. A saber qué diría de verdad aquel chino con cara de asco que escupía por el dedo. Pero tampoco era tragedia griega aquello, y aquella frase resumía la intensidad esperada y justa de toda la venganza que estaba por desatarse. Lo de “yo maté a tu maestro”, por cierto, lo utiliza como homenaje hasta Tarantino en Kill Bill Vol. II, porque es como el latinajo, el amén, de todo aquel cine.

No habrá un duelo singular ni de Seagal contra Norris ni de Putin contra Trump, que están más cerca de bailar entre géiseres que de pelear en bosques de viento y bambú

Aquel cine, como marca la regla de oro de las series B y Z, era mejor cuanto más exagerado y más cutre, cuanto más alto volaban los luchadores y más esbirros (patanes y desincronizados) caían en el mismo dojo y la misma patada. Yo no era mucho del Bruce Lee más contemporáneo porque me parecía una americanada de chinos, un falso barrio chino en el cine americano, en el que se colaba un poco de Starsky y Hutch y un poco del cine blaxploitation de los 70. Para eso, prefería las de Bud Spencer y Terence Hill, pura dieta mediterránea del tortazo. Yo era más, pues, de esa época sin época del chino de caligrafía y coleta, de pijama y esparto, ese Oeste de los chinos que yo decía. O sea, cosas como El luchador manco o, con más humor y mocos, el primer Jackie Chan de El mono borracho en el ojo del tigre. En realidad, la épica de las artes marciales chinas es antigua y lírica, como nuestros cantares de gesta, y se llama wuxia. Pero aquella poesía de bambú no llegó a los cines de mi juventud. Aunque sí estuvo La frontera azul, en televisión. Luego, este género más estilizado sí se puso de moda con Tigre y dragón o La casa de las dagas voladoras, pero yo veo ahí demasiada acuarela para la sangre y demasiado Versalles para China.

No esperaba uno en aquellas películas una sinfonía de moños y espadas, sino que después de la masacre o la paliza inevitables llegara el entrenamiento épico, la determinación de revancha (todo relato de la venganza se parece, en Homero, Chan, Mazinger Z o Rocky) y el duelo final, con los estilos de lucha casi como tótem simbólico y la técnica definitiva, vencedora, como el Grial de aquella religión iniciática de la juventud. Luego se iba a uno a casa peleando contra los adoquines y los perrillos, a hacerte el nunchaku con la escoba y a practicar lo de la grulla contra sus primas tontas, las gallinas.

Llegó un día en que ya dejó uno de hacer eso, en que los chinos desaparecieron del todo de los domingos reemplazados por muchachas lejanas, nuevo sueño oriental. También el mundo dejó de defender los castillos y al maestro honra contra honra. No habrá duelo singular, claro. Ni de Seagal contra Norris, como un vendedor de pieles contra un hombre/marca de tabaco, ni de Trump contra Putin, que están más cerca de bailar entre géiseres que de pelear en bosques de viento y bambú.