Se cumplen 10 años de la quiebra de Lehman Brothers, principal hito de la última crisis financiera global. Iniciada en agosto de 2007, lo que entonces se consideró únicamente un problema de liquidez en el mercado interbancario, derivó en una crisis económica (la Gran Recesión) con una caída del PIB solo comparable a la de la Gran Depresión. Para valorar si se pueden experimentar crisis similares en el futuro, es conveniente analizar qué ha cambiado desde entonces. Vaya por delante una de las principales conclusiones: volverá a haber crisis, como es obvio, dada la característica cíclica de la economía, pero no estarán vinculadas al sistema bancario, al menos en el corto plazo.

Las vulnerabilidades que provocaron el colapso hace una década han sido reparadas. Nos referimos a la solvencia, esto es, a la cantidad de fondos propios de los bancos para hacer frente a potenciales pérdidas. Ya no se da aquella desproporción entre el nivel de riesgo asumido (demasiado alto) y el de capital social (demasiado bajo) para absorber las pérdidas antes de que los bonistas y los depositantes sufran quitas.

La normativa se ha modificado para exigir unos colchones superiores (incluso, podríamos decir, excesivos). Los problemas para las entidades se centran ahora en la rentabilidad: el contexto de tipos de interés muy reducidos, las mayores exigencias de control de riesgos, el aumento de los competidores en diversos ámbitos del negocio (en la mayoría de los casos, fintech) y la mayor exigencia de fondos propios antes comentada son factores que presionan la cuenta de resultados. Ya no es un problema de solvencia (riesgo sistémico), sino de rentabilidad.

Volverá a haber crisis dada la característica cíclica de la economía, pero no estarán vinculadas al sistema bancario

El reflejo lo observamos en la negativa evolución del sector en Bolsa, al cotizar en mínimos de los últimos años y en claro contraste con el sector tecnológico: el Nasdaq está en máximos históricos. Tras una revalorización del 300% desde los mínimos de marzo de 2009, se ha situado un 30% por encima de los niveles de la burbuja puntocom del año 2000. Aquella fue la crisis anterior a la financiera. ¿Debemos entonces mirar a las tecnológicas cotizadas como la causa de la próxima crisis, como sucedió hace casi 20 años? En mi opinión no, al menos, por tres motivos.

El primero es que la tecnología es una realidad y resulta inimaginable pensar que sufra una regresión. Más bien al contrario, incluso aunque fueran objeto de una intensificación de la normativa regulatoria.

El segundo es que esta realidad del día a día de todos nosotros se materializa en una ingente cantidad de beneficios empresariales que dotan a sus balances de una capacidad de resistencia inédita en otros sectores tras un gran desarrollo. Y esto es así porque la tecnología, a diferencia de la banca, la construcción o la automoción, no ha recurrido al endeudamiento para financiar su expansión. No le ha hecho falta: la menor intensidad de capital económico (sus necesidades son muy superiores en capital humano) favorece que no hayan tenido que pedir fondos ajenos para la expansión.

Éste es el tercero de los motivos antes aludidos. Implantación en la sociedad, margen de crecimiento, rentabilidad y, sobre todo, ausencia de deuda, son las principales fortalezas del sector tecnológico que permiten defender que no será la causa de la próxima crisis. O, en línea con el hilo argumental de este artículo, que uno de los aspectos en los que ha mejorado la economía mundial en la última década es que contamos con un motor robusto de crecimiento. Otros, aunque algo menos dinámicos, son el sector salud (asociado al incremento de longevidad, perceptible en estos diez años) o los ámbitos de la sostenibilidad medioambiental.

El alto endeudamiento público no va a provocar una crisis per se, pero deja poco margen de maniobra de los gobiernos ante una nueva caída del PIB

Si los bancos ya no son los problemas y existen nuevos sectores que ejercen de motor, ¿estamos mejor que hace 10 años? ¿No existen riesgos? Me temo que sí y que están vinculados a lo que históricamente ha sido la principal vulnerabilidad: la deuda. Se ha observado un claro aumento del endeudamiento, en especial en el sector público de los países desarrollados. Si el total de deuda pública en 2007 era de 35 billones de dólares, ahora se sitúa en 64 billones, con lo que ha pasado de representar del orden del 45% del PIB mundial a alcanzar casi el 85%.

En mi opinión, este elevado endeudamiento público no va a provocar una crisis por sí solo, pero sí conviene advertir del escaso margen de maniobra de los gobiernos en caso de que se produzca una nueva caída del PIB. Si los efectos de la Gran Recesión pudieron amortiguarse (aunque fuera parcialmente) gracias al recurso al gasto público, con unos niveles de endeudamiento tan elevados como los actuales parece difícil que se pueda volver a contar con el aumento de déficit como elemento estabilizador. Es urgente que los estados aprovechen la actual bonanza económica para situar el saldo de deuda pública en la zona del 60% del PIB. Y eso pasa por la consecución de superávits presupuestarios sin contar con la ayuda la inflación, a diferencia de épocas pasadas.

La última década se ha constatado la utilidad de la política fiscal para hacer frente a las recesiones, en tándem con la política monetaria

En esta última década se ha constatado la utilidad de la política fiscal (¡si cuenta con margen!) para hacer frente a las recesiones, en tándem con la política monetaria. Es aquí donde más han cambiado las cosas, donde el proceso de innovación y aprendizaje ha sido más intenso. Por un lado, por situar los tipos de interés en el 0,0% o, incluso, en terreno negativo. Pero, sobre todo, por la aplicación de políticas no convencionales.

Entre ellas, la más común ha sido el denominado Quantitative Easing (QE). Con él, los principales bancos centrales han creado 15 billones de dólares para adquirir a vencimiento activos de renta fija, especialmente deuda pública. Es decir, han sido los grandes financiadores del aumento del gasto de los gobiernos. Finalizada la crisis, la Reserva Federal dejó de comprar (octubre de 2014) y ha empezado a reducir el tamaño de su balance (septiembre de 2017), mientras que el BCE, que se sumó al programa mucho más tarde (septiembre de 2014), va a terminar las compras a finales de este año.

Preocupante me parece la acumulación de deuda de las empresas, que ha alcanzado los 70 billones de dólares, frente a los 43 previos a la crisis

El reto será cómo desmontar este experimento monetario sin que impacte en el crecimiento económico, la inflación o los mercados financieros. No existen precedentes históricos, por lo que es comprensible que mantengamos la respiración mientras esperamos que salga bien. Creo que así será: la “estrategia de salida” se implantará de forma satisfactoria. No veo en la retirada de la política monetaria no convencional la semilla de la próxima crisis.

Más preocupante me parece la acumulación de deuda por parte de las empresas, que ha alcanzado los 70 billones de dólares, frente a los 43 billones de antes de la crisis financiera (la de las familias ha pasado de 35 a 45 billones, un aumento más limitado y un nivel más sostenible). En este caso, puede haber más interrogantes sobre la capacidad de generación de rendimiento de las inversiones que financian, más aún si se elevan los tipos de interés a nivel mundial, aunque sea de manera gradual. Y de todos los tejidos productivos instalados, está claro que el chino es que cuenta con un mayor nivel de apalancamiento (equivalente al 170% del PIB). Por tanto, el endeudamiento empresarial es la principal vulnerabilidad de la economía mundial y en esta última década, lejos de mejorar, ha generado un riesgo aún mayor, en especial en la segunda economía del mundo.

No sabemos dónde nacerá la próxima crisis (no debe quedar ninguna duda de que se producirá). Éste es, precisamente, uno de los principales retos de la ciencia económica: siempre trabajamos en entornos de incertidumbre. Es como un médico al que se le preguntara qué enfermedad voy a tener dentro de tres años. Podrá inferirlo a partir de nuestros hábitos de vida y, tal vez, de un análisis genético, pero poco más.

Deberemos conformarnos con que entonces, cuando la suframos, acierte con el diagnóstico y el tratamiento. Y, desde luego, lo que siempre será recomendable es que sigamos su consejo de mantener una dieta sana, hacer deporte y, en general, cuidarse. Es la mejor manera de evitar enfermedades o de poder encararlas en el mejor estado posible cuando se materialicen.

 

David Cano es socio de Analistas Financieros Internacionales (AFI)