Con besos de monja buena y flores de mayo, aquella Virgen empantanada de flores, nos metían a Viriato, a Franco y al Demonio saliendo del espejo de una niña. Lo que recuerdo del franquismo es El Parvulito y aquellos libros de Álvarez, unos tebeos siniestros llenos de gente con aureola, cruces con rayos y ángeles grimosos que te espiaban desde los armarios o las nubes. Sólo eso, aquellos libros, y aquellas monjas que yo no veía franquistas ni nada, quizá sólo un poco severas, pero cálidas y crujientes, como el pañuelo de Dios o las sábanas limpias de los niños. Luego, cuando yo tenía cinco años, Franco se murió largamente en televisión, todo el día para morirse allí, en su ataúd como una carroza que se le hundió hacia dentro y que todo el país iba a mirar igual que un agujero misterioso en el suelo o en el cielo.

Y de repente, aquel tebeo siniestro de mi infancia ya no estaba. Puedo decir que lo recuerdo así. La Transición fue para mí como si se quemara un viejo tebeo. Yo vi cómo se quemaba el franquismo como un kiosco de fotonovelas y tebeos de papel basto, en un momento, ante mis ojos de niño que no sabía lo que pasaba. Sólo que se fueron aquellos reyes santos y aquellos guerreros con espada flamígera, y que ya, otro día, había un libro nuevo y pequeño por todas las casas, del que todos los mayores hablaban. Un libro color canela, como traído temprano por el panadero, o a lo mejor por un espía, porque contenía conversaciones en voz baja, o despertaba conversaciones en voz baja. Una conspiración de embajada, un pecado extranjero, qué tendría ese libro secreto. A ese libro había que salvarlo o condenarlo, había que decir sí o no a aquel libro, a ver qué pasaba con aquel libro que parecía que nos traía un nuevo idioma o un nuevo país o un nuevo peligro, según seguían hablando en voz baja los mayores. Y luego las conversaciones ya no fueron en voz baja. Recuerdo coger ese librito, empezar a leerlo con una sensación de conjuro, intentar comprenderlo preguntándome qué tendría para que, en un pestañeo de niño, hubiera abolido el silencio y la cautela. Ese librito era, claro, la Constitución.

Es seguro que necesita una actualización, pero eso no significa que estemos en un sistema podrido desde sus primeras columnas, como quieren hacernos creer podemitas y secesionistas

Han pasado 40 años y aquel libro con color de sobre de sopa ha ido tomando naturaleza de hojaldre sagrado o de arpillera comida por ratones. Sobre él se han fundado libertades y se han cagado los pájaros, nos hemos hecho europeos y se han enriquecido trileros, han parido las banderas y se ha asesinado a Montesquieu. La Constitución nunca fue perfecta, no hay que rezarle como a un crucifijo ni como a una luz de mariposa, no hay que leerla como el Deuteronomio ni como el Quijote, ni creo que merezca ser quemada como paja o como aberración. Fue fruto del posibilismo pero también de la audacia. Tiene los defectos de su tiempo y sus circunstancias pero también cierta virtud antigua de templanza. Es seguro que necesita una actualización, pero eso no significa que estemos en un sistema podrido desde sus primeras columnas, como quieren hacernos creer podemitas y secesionistas, algo más ridículo aún si miramos su extraña democracia de aquelarre.

Eso del Régimen del 78 es una denominación satánica para una Constitución que puede ser ingenua o equilibrista, evasiva o terciada, ambigua o incluso contradictoria, como pueden serlo otras con más polvo y más gresca (como la alemana, impuesta por los aliados), pero que nos ha proporcionado niveles de libertad y democracia que superan a los de Estados Unidos o Francia (ver el índice de democracia que maneja The Economist). Así es, aunque a la monarquía le dediquen caricaturas prusianas y algunos prefieran Venezuela antes que aguantar a Marta Sánchez. De las mayores tonterías es considerar la Constitución un invento franquista, o de factura franquista, cuando fueron las fuerzas de la izquierda y los nacionalistas los que perfilaron su carácter, como digo, entre ingenuo y ambiguo. Ahí quedan las referencias a “la función pública de la riqueza”, o el complicado jaleo sobre “nacionalidades”, “entidades regionales históricas” y demás, que, por cierto, nos ha causado tantos disgustos.

La Constitución no es la Biblia ni un libro de recetas. Pero, sobre todo, conviene no olvidar que aún es lo que nos protege de los totalitarismos de izquierda y de derecha, que ya no se ocultan

La Constitución podría mejorarse en la definición del modelo territorial, interesadamente oscuro e interpretable, y que justifica desigualdades y fueros medievales; en las garantías para una efectiva independencia entre los poderes del Estado (Alfonso Guerra pudo arrancarle la cabellera a Montesquieu y enseñarla como una trucha dominguera recién pescada), en el sistema electoral, en el funcionamiento y control de los partidos políticos, y seguramente en lo que se refiere a laicidad y neutralidad de los poderes públicos respecto a creencias particulares, religiosas o políticas. Pero no es una mojama franquista ni un misal de infanzones y zarinas.

Sobre la Constitución, con edad de crisis y de cana al aire, quizá convenga recordar que no es la Biblia ni un libro de recetas. Pero, sobre todo, conviene no olvidar que aún es lo que nos protege de los totalitarismos de izquierda y de derecha, que ya no se ocultan. Son ésos los que quieren acabar con ella, sin ofrecernos a cambio más que incendios en las calles o la reedición de El Parvulito con El Cid vestido de rejoneador. A mí todavía me gusta recordar cómo la Constitución acabó con los susurros en mi casa de jornalero. Yo soy de la generación que empezó a salir de la niñez a la vez que España. La generación que se dio cuenta, con esa sorpresa y esa intuición de los niños, de cómo la Constitución terminaba con un tebeo ridículo y con los miedos nocturnos. De cómo abolía el silencio.