Alguien incapaz de dejar a los niños con el canguro, allí en el luminoso estanque de banderas y nenúfares de su chalé de Galapagar, para irse donde se decide el destino de su partido moribundo, es imposible que se plantee la posibilidad real de renunciar a la ortodoxia. Por la ortodoxia de una paternidad alegórica, por el babero de una izquierda que cría a los hijos con teta de hombre y leche de algodón, Iglesias se quedó en casa. Qué no haría por la ortodoxia fundamental del partido. Seguramente morir, matarse o matar a todos políticamente en su piscina de humus y juncos.

Errejón se fugó de un partido que muere como un tamborilero en la guerra, con todas las insignias destrozadas por la superior violencia de la realidad. La realidad de Podemos es la de un partido que mantiene un Vaticano familiar al mando de la utopía mientras mareas mareantes, confluencias divergentes y personalismos de chapita poseen las provincias. Un partido en el que no quedan ni el asambleísmo ni el politburó, sino un caos ameboide de siglas y caras para la farola de pueblo. Un partido radicalizado, una izquierda de viñeta, que los votantes moderados han ido abandonando. Un partido que comparte el poder fantasmal, quebradizo y tóxico de su socio Sánchez. Un partido condenado, del que sólo se puede escapar, que es lo que han hecho Errejón y los otros disidentes, que no es que sean especialmente lúcidos, sino que, sencillamente, distinguen la realidad de su colección de imanes de nevera revolucionarios.

No es que Errejón haya cambiado de opinión, sino que ha cambiado de táctica

Errejón no es un traidor ni un apóstata, sino un superviviente. Igual que ha borrado a Venezuela de su Twitter (recuerden lo de las tres comidas al día, que parecían más con su boquita de sorber con pajita), Errejón puede borrar o emborronar sus ortodoxias, sus creencias, sus impulsos, en aras del pragmatismo. No es que haya cambiado de opinión, sino de táctica. Pero Iglesias ya es incapaz de hacer nada de eso, cambiar de opinión o de táctica. Ha llegado al estado santo del extremismo, tanto que se queda en el chalé para ser más izquierda que nadie y aparecer incorpórea y molestamente, como por el telefonillo, una manera de manifestar la seguridad y la necesidad de su misión, igual que el cartero. Errejón, vetado, tampoco necesitaba aparecer porque ya había dejado el huevo de la cizaña y su pequeña imagen de querubín perverso en un cartón de tamaño natural que llevaba alguien de la tele, parece, para incordiar o provocar. Los capitanes se batían a través de otros, que así es como los dioses manejan la tierra y disputan en el cielo.

En el Consejo Ciudadano se midieron todos los poderes caóticos de Podemos, entre la esposa apoderada, los comandantes aún fieles, los reyes de taifas y las varias corrientes de esa izquierda hecha de tribus, plumajes y chamanismos diferentes e indistinguibles. No era tanto la “izquierda amable” de Errejón (como dijo el mismo Iglesias) contra la otra izquierda no sabemos si grosera o bruta (la pureza siempre es brutal); era la supervivencia contra la inmolación. Pero la inmolación, esa tentación de santidad, es irresistible para los que han sido raptados por ese destino bendito y loco. Irene Montero atacó al muñeco indefenso y con chupete de Errejón y defendió su ortodoxia, santa como el matrimonio hasta la muerte, hasta la pira. Los barones, mientras, temblando como gorriones, sin cielos protectores privados, defendieron más su derecho a seguir latiendo, a seguir existiendo. Iglesias, por fin, desde la zarza ardiendo del teléfono de góndola de la piscina, echó la bronca de padre (un padre de guardia además) al errejonismo gamberro y llamó a una Asamblea, que es como se protegen en última instancia las ortodoxias, haciéndose descender sobre las multitudes impresionables y permeables.

La lucha sigue, igual que el atrayente poder de madonno inmaculado, de pantocrátor amamantador que tiene Iglesias, de la pureza mineral que hay incluso en sus traiciones burguesas de Rey del Rock de la izquierda. De la hermosa pulsión de autodestrucción, en fin. Iglesias y la ortodoxia son lo mismo, él es su centro de gravedad y su símbolo, incluso en el palacio pantanoso de Galapagar. Él nunca va a renunciar al poder de la ortodoxia, o sea el suyo. Con alianzas con el posibilismo o con desiertos a la espalda, el destino de Podemos con Iglesias es irse condenando y reduciendo, cada vez más, a la disensión, al enfrentamiento, al Juicio Final en vaqueros y a los conciertos de La Polla Records.