No sé si Núria de Gispert, buena catadora y surtidora de las esencias, las magruras y los tocinos de la catalanidad; ella, granjera de perol, ganso y cuchillo ideológicos, sabe acaso que el cerdo no era la inmundicia, sino la tentación. Y, como dice Marvin Harris en su famoso libro Vacas, cerdos, guerras y brujas, “cuanto mayor es la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina”. El cerdo, animal hecho como de lujos orientales de la carne, era exactamente eso, un artículo de lujo, también en el Oriente Medio anterior a Cristo. Pero una larga época de superpoblación y deforestación convirtieron a la tierna y mantecosa fuente de proteínas en un peligro para el ecosistema, en un competidor de recursos, sombra y agua, cosa que los dioses pronto hicieron apuntar a sus escribas. Así que fue maldito. La maldición aún dura, incluso entre nosotros, comedores de cerdo, adoradores de la loncha de jamón, a veces indistinguible de la corbata o el fular.
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