A partir de hoy todo está en manos de los siete magistrados que han compuesto la Sala de lo Penal que ha juzgado los hechos que se produjeron en Cataluña entre septiembre y octubre de 2017 y que convulsionaron a toda España, que presenció estupefacta, asustada e indignada el mayor ataque a la unidad del país y a la Constitución que se ha producido desde el comienzo de la democracia.

Todos han tenido la oportunidad de exponer sus experiencias, sus recuerdos y sus criterios: los acusados, los fiscales, los abogados defensores y los testigos. Ante ellos, unos magistrados que escuchaban atentísimamente en todo momento de la vista oral,  especialmente el presidente de la Sala y ponente de la sentencia, Manuel Marchena, que no se ha perdido el menor comentario, silencio, trampa ni intento reiterado de hacer cometer al tribunal algún error, algún  exceso, que permitiera a las defensas basar objetivamente su decisión, tomada mucho antes de que se iniciara el juicio, de recurrir ante del  Tribunal Europeo de Derechos Humanos una sentencia que empezará a redactarse definitivamente desde hoy.

Pero este Tribunal, con sede en Estrasburgo, tiene el cometido de examinar las posibles violaciones de los Derechos Humanos que los tribunales de los países de Europa -no necesariamente miembros de la UE- hayan podido cometer. Y ésta es la intención original de los abogados defensores de los 12 juzgados en este proceso: demostrar que se han vulnerado en este juicio derechos fundamentales de sus defendidos. Por esa razón, tanto las defensas como los procesados han hecho reiteradas menciones en su turno final de sus intervenciones a los Derechos y Libertades Fundamentales que el Tribunal de Estrasburgo tiene encomendado proteger.

Pero la actuación del magistrado Marchena ha sido impecable en lo tocante a este asunto porque era muy consciente de que, desde el mismo comienzo del juicio, el camino iba a estar sembrado por las defensas de cepos en los que poder atraparle. Pero el presidente de la Sala, que a lo largo de estos cuatro meses ha impartido innumerables lecciones de Derecho procesal y penal a las partes, no ha caído en ninguna de esos cepos, lo cual no ha impedido que cada dos por tres los letrados alegaran limitaciones inaceptables a ejercer su derecho de defensa. Pura retórica.

En sus últimas intervenciones, los abogados y los acusados han empleado sorprendentemente argumentos que parecían desmentirse recíprocamente

Les va a resultar muy difícil que el TEDH acoja sus argumentos y como muestra sólo hay que releer los que el tribunal empleó para rechazar el mes pasado por unanimidad la demanda presentada por Carles Puigdemont, Carme Forcadell y otros  74 diputados contra la decisión del Tribunal Constitucional español de anular el pleno del parlamento catalán 9 de octubre del 2017 en el que se iba a declarar la independencia de Cataluña.

Al margen del casi seguro recurso de las defensas ante el TEDH, nos hemos encontrado con que, en sus últimas intervenciones, los abogados y los acusados han empleado sorprendentemente argumentos que parecían desmentirse recíprocamente.

Los letrados han insistido en que lo que pasó no había pasado, que la Constitución en realidad no se violó, que la independencia no se declaró, que se desobedeció, eso sí, pero sólo eso, al Tribunal Constitucional, que no hubo nunca violencia por parte de la población independentista y que la única que hubo la practicaron de manera implacable y escandalosa los policías y guardias civiles que intentaron el 1 de octubre cumplir la orden judicial de impedir el referéndum ilegal que las autoridades independentistas de la Generalitat habían convocado. Que no vimos lo que vimos.

Pero los acusados han declarado sin embargo, que la independencia fue y sigue siendo su propósito, que volverían a hacer lo que hicieron y que, si no son ellos, serán las generaciones futuras quienes recogerán la antorcha de la lucha hasta que la independencia catalana sea una realidad.

Es decir, la mayor parte de los procesados se reafirmaron en todo lo cometido y en ningún momento intentaron convencer al tribunal de que lo relatado en la Sala durante cuatro largos meses formaba parte en realidad de un simulacro, de una ficción. Ficción que ellos no consideran tal sino un intento muy real y muy cierto de separarse de España por la vía de los hechos consumados sobre la base escandalosamente antidemocrática de que la voluntad popular -de una parte del pueblo, por otra parte- está por encima de las leyes, incluida la Constitución.

Todos ellos coincidieron en hacer una apelación absurda: pidieron al tribunal que devolviera el conflicto a la vía de la política

Todos ellos coincidieron, sin embargo, en hacer una apelación absurda tratándose como se trataba, de una causa penal: pidieron al tribunal que devolviera el conflicto a la vía de la política. Lo cual demuestra dos cosas: una, el nulo respeto que unos y otros -defensores y acusados- tienen a la separación de poderes que está en la base de todo Estado de Derecho, y dos, su terco empecinamiento en sostener que las 12 personas que se han sentado en la sala del Tribunal Supremo no lo han hecho porque hayan cometido presuntamente uno o varios delitos sino porque tienen una determinada ideología. En  definitiva, que hemos asistido un juicio político. Eso es lo que, salvo el letrado Melero que dijo que el juicio había sido ejemplar, el resto de los abogados defensores han afirmado una y otra vez.

Así que tenemos que insistir una vez más en lo obvio: no es un desencuentro político lo que se ha dirimido en este proceso sino unos delitos gravísimos cometidos por los que todas esas personas se han sentado en el banquillo de los acusados.  El tribunal sentenciador y el juez instructor del caso han iniciado el proceso nada más y nada menos que porque la actuación de los procesados está descrita y tipificada en el Código Penal. Y por más que los letrados hayan intentado darle la vuelta al caso para depositarlo en el ámbito de la  política, la verdad es que han hecho un esfuerzo destinado al más estrepitoso de los fracasos.

Otra cosa es su insistencia en que no hubo violencia por parte de la masas y mucho menos dirigida y alentada por los responsables políticos  que en aquel momento estaban al frente de la Generalitat o de las asociaciones ciudadanas independentistas, dos de  cuyos líderes han sido juzgados. Esa insistencia es importante porque las defensas quieren por todos los medios que el Tribunal se incline, en el peor de los casos, por condenar a los acusados por un delito de sedición y no de rebelión, que tiene penas mucho más altas.

La consideraciones políticas no han tenido ninguna cabida en este juicio ni lo tendrán en la sentencia

Los magistrados que han formado la Sala dirán, pero se hace muy cuesta arriba para un lego en la materia aceptar que lo que se vio en aquellos meses dramáticos y lo que se ha escuchado a lo largo de estas 52 sesiones del juicio tiene más que ver con un delito contra el orden público, donde se inscribe la figura delictiva de la sedición, castigada con penas de ocho a diez años, que con un delito contra la Constitución, penado con entre 13 y 25 años que puede elevarse a 30 años de prisión, que es a lo que fueron condenados  el teniente general Milans del Bosch, el general Armada y el teniente coronel Tejero, que encabezaron  el intento de golpe de Estado del 23-F.

A la vista de un lego, insisto, lo que parece es que la Constitución española ha sido gravemente amenazada porque se ha intentado sustituir de hecho por los acusados por un ordenamiento jurídico contrario y ajeno a nuestra Carta Magna. Pero no se trata en realidad de que se aplique una impresión tan simple, sino de  que el Tribunal aprecie si las pruebas presentadas a lo largo de  la vista oral acreditan, como sostiene la Fiscalía, un  delito de rebelión o no lo acreditan.

La consideraciones políticas, mal que les pese a los procesados y a sus defensores, no han tenido ninguna cabida en este juicio ni lo tendrán en la sentencia que se dicte. Como corresponde a un país plenamente democrático, que es lo que es España.