La vida es una elección constante. Lo hacemos cada día, cada noche. En el desayuno, en la cena, en soledad, con amigos, en familia, en casa, en el trabajo… La toma de decisiones rige nuestra vida. Cada una tiene su coste, su gratificación o su dosis de frustración. Pequeñas, relevantes, trascendentes, ridículas o simplemente inesperadas. Decidir es renunciar, apostar, confiar, arriesgar. Y en verano el indicador de decisiones se dispara. Playa o montaña, hotel, A&B o camping, media pensión o sólo desayuno, al pueblo o a la aventura extranjera, a tocateja o con préstamo, con amigos, en familia o en solitario, en coche o en avión...

Nuestros veranos ya no son lo que eran. Empiezan desde muchos meses antes. Hay que decidir con tiempo. El tiempo es dinero y tranquilidad. Entre procesión de Semana Santa y pasos al son de saetas, la playa y la piscina llaman ya a nuestro estrés para encenderlo aún más. Y así pasan dos meses los previsores, dos semanas los de última hora. Cerrarlas todas, dejar la suerte echada, es un suspiro de tranquilidad. Sólo eso. Habrá que esperar para saber si es un pleno de aciertos o nos equivocamos un verano más y van…

Las notas del verano algunos ya las conocen, la mayoría, los de agosto, empiezan a descubrirlas estos días en los que el final asoma. De nuevo acertamos, de nuevo nos equivocamos. Decisiones.

Antes las opciones eran sencillas, más propias de un desayuno continental: croissant, tostada o magdalena, zumo o yogur y café o cacao, poco más. Ahora, irse de vacaciones supone enfrentarse a un buffet completo, repleto, de toma de decisiones. Habrá que decantarse por decidir entre productos frescos, material revenido, platos arriesgados o las vacaciones de siempre. En la mayoría de los casos, en la oferta han desaparecido ingredientes: ya apenas se ofrece soledad, se empieza a agotar el silencio y los recuerdos disfrutados con nuestros propios ojos son incapaces de entrar en la memoria. Viajan todos apretujados en una carpeta de gigas en forma de selfies, recuerdos vistos con óptica telefónica y con una esperanza de vida de 15 días.

Aeropuertos, 'pueblos de verano'

Hace años los aeropuertos eran lugares para privilegiados. Directivos, empresarios y familias bien. O para aquellos niños extraños que viajaban solos, con su identificación colgada del cuello y acompañados de una amable azafata. Cuando España aún desembalaba su recuperada democracia las familias que podían viajar lejos, a lugares exóticos y poco frecuentados, cabían en una caja de zapatos. Para el resto, para el común de los mortales, el pueblo seguía ahí, donde siempre había estado, donde los abuelos, los amigos de toda la vida, las fiestas de siempre y el modo de vida invernal en fase de adaptación estival. Ahí apenas había decisiones que tomar. Ahora ni siquiera en el pueblo el verano es igual. Los veraneantes, los que llegan de la ciudad, han menguado. La actividad y el ir y venir de julio y agosto da muestras de cansancio. La España ‘vaciada’ también lo es, cada vez más, en verano.

Los nuevos ‘pueblos del verano’ son los aeropuertos. En ellos no hay verbenas, con suerte, una huelga, colas con maletas para completar una hoja de reclamaciones y el primer disgusto de las vacaciones planificadas meses atrás cuando todo parecía idílico. Aquella fue nuestra segunda decisión: en avión. Quizá también nuestro primer “Ya te lo dije…”.

La España 'vaciada' también lo es, cada vez más, en verano. Los nuevos 'pueblos del verano' son los aeropuertos

La primera fue elegir el destino. Acordar dónde pasar las vacaciones conlleva quizá una discusión-debate familiar y una renuncia. Si la apuesta es el norte, la renuncia es el sol asegurado. La gratificación; probablemente menos gente, quizá menos turistas, más espacio en la playa, mejor gastronomía... Si se decantó por el Levante o por el sur, su fortuna dependerá del lugar y el presupuesto. En todos ellos el sol lo tendrá asegurado. A partir de ahí, comienza la lotería. Si no ha medido bien su decisión también el calor insoportable lo tendrá garantizado, o el turismo masificado rodeado chinos, alemanes e ingleses que también juntaron decisiones para ‘desconectar’ en verano… junto a usted. En el peor de los casos le tocará luchar, madrugar, por ocupar un metro cuadrado de playa. Si lo logra no le hará ascos a tener que rozarse con su vecino/a de toalla.

Antes de clavar la sombrilla, emprender la excursión paradisiaca o de iniciar la ruta de montaña habrá tomado otra decisión ‘relajante’ del día. En casa, bocata o restaurante. Comida de confianza o arriesgar con la oferta  gastronomica de ‘turista-masa’. Todo dependerá,una vez más, de su elección... y de su presupuesto.

Y el piso de alquiler o el hotel, otro foco de dedos cruzados, de fortunas y balanzas que marcarán el balance de su estancia. Apostar por el intercambio de casas no es lo más tranquilizador en unas vacaciones. Optar por un piso particular también puede ser una opción de riesgo. Y si la decisión fue hotel, seleccionar el más adecuado agota a cualquiera.

Decisiones vitales

Los folletos con una sola foto, dos o tres a lo sumo, que las agencias regalaban a costa de devastar el Amazonas, son cosa del pasado. Ahora nuestros asesores somos nosotros y las opiniones de ‘la nube’ hotelera. En ella encontramos información por arrobas. La que facilita el establecimiento está perfectamente medida y maquillada, idílica. La que aporta el usuario desde su prisma y nivel de exigencia no tanto. Nos toca a nosotros filtrarlo todo y decidir.

Las otras decisiones estivales: pedírselo o no, reconciliarse, crear una familia, iniciar un trabajo o decidir que merece la pena vivir tomando decisiones, incluso en verano

Aquella vista al mar quizá nunca la encuentre. El trato amable que destacó aquella familia de mayo es probable que no lo encuentre en agosto y la paz prometida en la página oficial del local esté escondiéndose de niños excitados y de mayores desfogados paseando en bañador por el hall camino de la piscina. Sí, la misma que el gran angular de la foto multiplicó por dos.

Abandonar la ciudad para huir del estrés urbano y sumergirse en la vorágine turística no relaja. A la primera uno termina por acostumbrarse, a la segunda no. ‘Descansar’ viendo pasar rebaños de turistas en grupos de treinta, o haciendo colas para comer, para visitar o simplemente para pagar la cuenta no ocurre en invierno. El verano se inventó para regresar relajado, recordar y no decidir a cada minuto. Tumbarse a la bartola… En fin.

Pero ése sólo es el lado oscuro del verano, el de las decisiones difíciles, las que incomodan como la arena en un zapato. En la balanza, y en el recuerdo, pesarán afortunadamente más otras decisiones, las acertadas, las que también en verano pueden cambiar nuestra vida. Estos días muchos se decantan entre lanzarse por fin a pedírselo o no, a besar o no, a intentar reconciliarse y volver a intentarlo, decidir dar el paso y arriesgar en un nuevo empleo, decidir ampliar la familia o crearla, decidir, en definitiva, que pese a todo, merece la pena vivir decidiendo. Incluso en verano.