Te deseé en julio, te quise en agosto. El verano nos echaba de Madrid, recuerdas, con un odio de calles vacías y coches ladrando como perros de finca, con hambre de gente y carne. Por las traseras de la Calle Alcalá, con casas de comidas y museos petrificados y bares de jazz estrechos y complicados y mojados como saxofones, por el Madrid más puro y aceitoso de funcionarios, camareros y cocineras trabajando para gente abandonada, estabas tú como dominando el mundo sólo con los ojos. Esos ojos de vaso de whisky arrojado contra el mármol y contra la gente. Esos ojos de largo sorbo doloroso. Yo no era apenas nada a tu lado, un bohemio, un músico loco, un soñador, con mis libros y mis partituras, yo todo como un equipaje caído y abierto, toda una maleta llena de cosas, trapos, jaulas, ideologías, sueños, mientras tú te bastabas a ti mismo. Eras tú, solo, y todo lo demás, hasta tu desgana, hasta tu terca belleza, únicamente te seguía.

Era julio y yo te deseaba inevitablemente. Tú me decías que no como no me lo había dicho nadie, yo te decía que no como hubiese querido decirte que sí. Madrid se pudría a nuestro alrededor, entre amigos gritones, enemigos odiosos y un vapor de deseo estancado y necesidad desbocada. Madrid se pudría como su luna en el frigorífico, en su plástico de cebolla, se pudría con todas las noches en las que casi nos besamos y todas las esquinas en las que casi nos tocamos, en todas las llamadas que no hicimos o se quedaron ahí, en la imaginación, sonando acuáticamente, con el teléfono asesinado o perdido en el sueño como en el congelador. “¿Vienes?”. “Voy”. Pero no lo decíamos, claro, era sólo el sueño o ese calor de Madrid sin sueño.

Nos despedíamos y nos enfadábamos y nos dejábamos como amantes que no lo habían sido nunca o a lo mejor lo eran más que los otros

Y cuando yo creía oírte un sí, era un sí como para otro, aprovechado o recordado de otro, era un sí como extraviado, dejado por otro en el paragüero, en el armario, era un abrigo de otro que yo no quería como el olor de otro en ti. Tú sólo parecías tener cosas para otros. Hasta me contabas cómo te entregaste, o te entregarías, a ése, o a su amigo, en noches iguales o diferentes. Podría ser cualquiera, menos yo, en ese corazón tuyo, en ese paragüero. Y si un día descuidado, o al revés, muy meditado, decías un sí pequeño, escapado, yo sabía que no era mío. Que no me querías a mí sino sólo que yo también te dijera que sí, como cualquier otro, para convertirme en cualquier otro. Y nos despedíamos y nos enfadábamos y nos dejábamos como amantes que no lo habían sido nunca o a lo mejor lo eran más que los otros, los que sí llegaban a tu cama. Sí, tu cama de madera negra, como un díptico antiguo de ángeles y condenados, donde yo ataba mi mirada pero nunca llegué a atar mi cuerpo. Tu cama de madera negra, y colchón de jaspe, y frío antinatural y natural, como el de una serpiente o una columna. 

Y en agosto te fuiste de Madrid, olvidando Madrid, olvidándome a mí, olvidando hasta tu último no, que a lo mejor fueron varios. Un último no, dejado como a pétalos, la última crueldad, como desensartar ante mis ojos el collar de amor que yo te seguía ofreciendo. Te fuiste de Madrid, al sur numeroso de vientos y amores, hacia el agua que hacía tu cuerpo aún más corintio y espejado, agua de dios salvaje y antiguo. Olvidaste todo el mundo o sólo volviste al único mundo que conoces, que eres tú, retado sólo por la naturaleza, por las primeras piedras y amaneceres de la Tierra. Agosto eras tú, la naturaleza contemplada, ensoberbecida y hasta ahíta de sí misma, gritando su poder para aplastar, para acallar, para hacer bullir todo en el cielo y en los cuerpos. Los incendios del día pasaban por tu espalda, los cántaros de las constelaciones se vaciaban en tu pelo. Cómo no quererte, siendo todo.

Tú estabas en agosto por un Egipto español y por el mapa libio de tu propio cuerpo, y yo estaba tan lejos, no sé en qué arenales o pozos secos del vacío o de mi vida. Y me sorprendí extrañándote, queriéndote y buscándote. Te perseguí por playas negras como tu cama, por arenas peinadas por un mar de carey como por peines de princesa, por los cielos que están por detrás de todos los demás cielos, en el azul negro del infinito. Allí donde estabas tú. Y te llevé mi último poema de amor, como una cajita de conchas, sencillas conchas. Allí fui desnudo como un pescador desnudo. Y allí me dijiste por última vez que no. Por última vez, hasta ahora.

Fuimos los mejores amantes que nunca lo fueron, y nos odiamos de verdad como los mejores de ellos. Te deseé en julio y te quise en agosto. Justo cuando me mataste, una vez más. Pero aún sueño con tu cama fría y con tus ojos arrojados por mi cintura, como dados.

Tuyo, irremediablemente.

P.