Pedro Sánchez tiene al Estado entero como su casita de muñecas, como su colección de dedales. Por supuesto que la Fiscalía también es de Sánchez, faltaría más. Como es suya la presidencia, convertida en un Xanadú con tiovivo como el de Ciudadano Kane; o el CIS, donde se le envuelve el futuro en papel para chocolate; o TVE, con vigilantes de sanatorio en sus platós blancos. Es suyo el Estado y es suya la política entera, que él ve como su colchón de rey del colchón, como aquel Lorenzo Lamas despatarrado de domingo y achampanado de sedas, dispuesto sólo a recibir señoras y visones, que en el caso de Sánchez serían poder y votos. Y aún más que el Estado y que la política, es suyo todo bien y todo progreso, con los que él nos riega, providente y bautista. Cómo no iba a ser suya la Fiscalía, apenas un cuarto de costura para puñetas dentro de su gran hacienda de trigales, yeguadas y funcionarios.

Sánchez está como en un sueño lúcido, cree que puede hacerlo todo sin límites ni consecuencias, volar o seducir o castigar

Sánchez, como el que es dueño de todo pero no paga nada, prometía en el debate ministerios, escarmientos y piñatas. ¿Por qué no iba a prometer traer a Puigdemont de la oreja como lo traería una monja enfurecida y enharinada de la justicia de Dios? Por supuesto, eso no depende del Gobierno, pero Sánchez ha perdido la medida y la escala, del Estado y de sí mismo. De contemplarse a vista de pájaro, como una figura de Nazca; de verse en la ONU o en Times Square, poderoso como Godzilla entre rascacielos; de darse cuenta de que ha matado o engañado a todos sus enterradores, amantes, acreedores y duelistas, y aun así todavía sale ganador en la ruleta de los guapos; de todo eso, y de más susurros de espejito mágico y de sirenas de ducha y de diván, Sánchez ha acabado perdiendo la perspectiva de su sitio y de sus límites. Todas las fronteras se han diluido, lo partidista y lo particular, lo institucional y lo personal, lo real y lo performativo. Sánchez se ve ya como una sustancia primordial, parmenidiana. Es el Todo, es el Uno, es el Partido y es el Estado, es el Bien y es la Justicia, es el pasado y es el futuro. Apenas un presidente pasante, un presidente accidental, un presidente de juego de las sillas, y termina creyéndose Alfa y Omega.

En el debate, Sánchez no prometía como un vendedor, ni como un adivino, sino como alguien convencido de su poder, de su legitimidad, y por tanto no fue ningún error. Por eso se reafirmó en la radio. “La Fiscalía, ¿de quién depende? Pues ya está”. Así nos confirmaba su concepción del Gobierno, del Estado, de la política, como una dulce emanación de su voluntad, del Verbo, él ya puro Logos. Sánchez está como en un sueño lúcido, cree que puede hacerlo todo sin límites ni consecuencias, volar o seducir o castigar. Por eso es capaz de afirmar lo contrario a lo que dijo en otra ocasión con la misma cara de determinación y eureka. Por eso se atreve a decir que los fiscales son sus muñecos de china. Por eso Ábalos explicaba que el desempleo aumentaba porque la gente tiene más confianza en encontrar trabajo y se apunta al paro. Cuando uno es capaz de decir cosas así sin que se le caiga o le tiren abajo la cara, es más que por cinismo, es por la seguridad de que ya ellos definen la realidad, de que pueden decir o hacer lo que les dé la gana en su sueño lúcido, y Sánchez seguirá en su cama al despertar, con la luz suave de un zumo de naranja y la gracia arquitectónica de un pezón desnudo.

Lo de Sánchez no es sólo una carrera de meteduras de pata, ahora al final de la campaña. Es el lento pero inevitable desvelamiento de una personalidad que no se puede ocultar. La Fiscalía protesta, defiende su independencia y su ceremonial entre frufrús de dignidad, pero Puigdemont ya tiene media defensa, se la ha regalado Sánchez mientras miraba hacia abajo en el debate, viendo levitar sus zapatos. Sánchez intenta matizar en sus tuits, pero se le nota que aún se pregunta cuál es el problema, por qué no puede usar lo que es suyo, la Fiscalía o los columpios nupciales de la Moncloa, el poder y la magnificencia del Estado que él guarda junto a sus vajillas o dedales o calzoncillos, todos igual de floreados y firmados.