Mi primer desengaño artístico lo sufrí con diez años. Llevaba dos cursos en clases de ballet y nos habían dicho que en Navidad íbamos a actuar en el teatro principal del pueblo. Yo ya me imaginé como una estrella del rock, con focos, tutú rosa y un moño apretadísimo enseñándole a mi padre, que como trabajaba fuera nunca me había podido ver, que su hija bailaba El lago de los cisnes como una Serguéi Polunin en miniatura.
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