A Panero lo dejaron siempre solo o escogió él estar solo a propósito. Murió en un psiquiátrico que ya era su casa, en una isla que ya conocía de memoria y siendo el último de una estirpe que perdió el prestigio porque se cansó de fingirlo.

En marzo se cumplieron cinco años de su muerte. Se fue con decenas de portadas de periódicos con su foto, «el último maldito», decían. También dejando una barricada de papeles en su escritorio del manicomio de Las Palmas. Libros y poemas, poemas y libros. Manuscritos. Borradores. Mucho material inédito que se ha publicado sin orden ni delicadeza.

Leopoldo María Panero tuvo un último deseo: descansar en Astorga, en la casa que fue de su padre y que les devoró a todos por dentro. Al final, hasta las familias más fieras son familias.

Allí acabaron sus cenizas hace unos meses, allí ha llegado esta semana su legado, su herencia, media década más tarde metida en cajas, trasladada por un camión.

Cuando llegó lo estaba esperando hasta el alcalde. Brazos abiertos a lo que será, en cuanto lo revisen, el corazón de la ciudad. Se diría que has muerto y eres alguien por fin.

Amontonada en la calle la herencia del poeta como si ni ella escapará al sino de Leopoldo

Y del camión bajaron cajas viejas y usadas. Cajas de mudanza, al fin y al cabo. El legado de su mejor poeta en cartón remendado y cosido a celofán. Panero, como siempre, destartalado. Magullado, abierto, descuidado. Amontonada en mitad de la calle la herencia del poeta como si ni ella escapará al sino de Leopoldo.

Más allá de donde
aún se esconde la vida, queda
un reino, queda cultivar
como un rey su agonía,
hacer florecer como un reino
la sucia flor de la agonía:
yo que todo lo prostituí, aún puedo
prostituir mi muerte y hacer
de mi cadáver el último poema.

A Panero lo dejaron siempre solo o escogió él estar solo a propósito. Murió en un psiquiátrico que ya era su casa, en una isla que ya conocía de memoria y siendo el último de una estirpe que perdió el prestigio porque se cansó de fingirlo.

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