Carmen Calvo hacía política cultural de sopa boba, sarao y amiguetes colocados de fantasma de la ópera por los museos y las instituciones. O sea, la que se hace aquí. Lo que ocurre es que Calvo ni siquiera es una intelectual, ni una artista, sino una política de oposicioncita y confesionario de abogado que para manejar la cultura se ponía los vestidos que veía en los cuadros (le salían así como de Santa Isabel de Portugal, de un raro zurbaranismo de cóctel). Sin estar mucho en la política, a la que llegó desde las aulas amadrasadas del Derecho y de Chaves, ni estar nada en la cultura, a la que si acaso llegaba sólo con un poco del metal gaitero de Mägo de Oz y flores de lis de cortina, Carmen Calvo ha sido siempre un personaje chocante que no dejaba de dar barbaridades, creo que por pura desubicación. Nos dijo por ejemplo que “el dinero público no es de nadie”, y sí que parecía que no era de nadie, por la manera en que lo gastaban. Y es que la cultura o cultureta, palabra que yo creo que viene de unir cultura y croqueta, se convirtió en objetivo estratégico de la política con Zapatero.

La guerra cultural empezó con Calvo, diría uno. Ella, que había sido “cocinera antes que fraila”, comenzó el feminismo de la revolera y la dentera lingüística e impulsó el artisteo de la ceja, que era la manera en la que cantantes y actores se cuadraban como piratas con garfio para colgarse luego, con ese garfio, de un zapaterismo que se disponía a repartir pastillas de pan de oro para la memoria o para el olvido. Era cuando Carmen Calvo, Zapatero y Sonsoles Espinosa iban a los Goya a recibir chisterazos del gremio, antes de que lo hiciera Sánchez disfrazado de malo de Titanic. Pero ya digo que Calvo nunca ha sido buena política, y mucho menos buena ministra de cultura. Calvo se quedaba sólo en azafata de poetastros y en compradora de toallas del pueblo de Almodóvar o algo así, metiendo la pata siempre con una gracia también muy almodovariana, que ella siempre ha tenido algo de Chus Lampreave socialista y podría haber dicho perfectamente lo de “testiga”, como en Mujeres al borde de un ataque de nervios.

Si Sánchez la recuperó fue porque se opuso en su día a Griñán y a Susana

Carmen Calvo no ha sido nunca ni cocinera ni fraila, o sea que no estaba ni en la política ni en la cultura, o estaba sólo haciendo números de cine mudo. Por eso terminó volviendo a sus oscuras aulas romanas sin latín (aquello de Pixie y Dixie no lo mejora ni el Brian de los Monty Python). Si Sánchez la recuperó fue porque se opuso en su día a Griñán y a Susana, que tampoco hace falta mucho más para que el principito te dé una vicepresidencia y un peso político que uno no ha visto nunca en Calvo como no lo ha visto nunca en Chus Lampreave. Calvo ha hecho de vicepresidenta quemándose siempre con la actualidad como con un huevo pasado por agua, intentando vender lo increíble y disimular lo clamoroso. Yo creo que a Calvo la mandaban a la negociación con Podemos como si mandaran a Mr. Bean, para sacar de quicio.

Sánchez ha trasladado el centro de poder desde el Consejo de Ministros a la Moncloa, cosa lógica. En la mesa del Gobierno hay ministerios de la señorita Pepis y vicepresidencias de payasos de caramelo, hay gente para hacer de follonero y para hacer de rubia, está Ábalos imitando a Shrek y está Calvo despistando con solecismos a los medios y a Pérez Reverte, está Iglesias jugando a la revolución institucional y está Irene Montero haciendo feminismo del pezón con pelos. Parece un Gobierno tapadera o un Gobierno sitcom. En realidad ya no hay dos, sino tres gobiernos: los ministros de Podemos, los ministros del PSOE, y la Moncloa, que es quien manda de verdad, con su habitación del pánico y su gabinete de frikis. Tienen que chocar, claro, como con esto de Ábalos, y entonces Calvo quiere mandar, se cree que puede mandar por aquello de haber sido cocinera y fraila, porque Chaves la puso a inaugurar morerías y Zapatero la puso a organizar fuentes de champán y Sánchez le dio una vicepresidencia para desviar los tiros a su sombrero de Doña Croqueta. Pero no manda nada.

Manda Iván Redondo, que parece un vendedor de rancheras porque en realidad Sánchez es eso, una mercancía entre el country y el polígono, el verdadero trumpismo español. Manda Redondo, y quizá entonces todo es un truco: este affair de espías con jet lag de Ábalos, y las pifias de Calvo, y hasta lo de Iglesias, que está pidiendo ya milicias ciudadanas para defenderse de la oposición. O quizá Redondo no manda nada, sólo está ahí, encerrado ya en el váter o en el cuarto de las fotocopias, intentando controlar el caos que ha provocado, sin conseguirlo. Al final, el gurú con flequillo en la posición del loto sólo ha conseguido que Sánchez tenga que estar vendiendo libra a libra el Estado para conseguir otro día de la Moncloa como otro día de espá. Eso significa que el estupor y la desubicación y el caos que nos transmite Calvo son sólo porque todo el Gobierno es estupor y desubicación y caos. Al final, ella es la ministra con más sentido. No manda nada, pero significa todo. Ni cocinera ni fraila, las patatas calientes le saltan en las manos mientras finge, además, poder hacer algo consistente y alimenticio con ellas. Y no es para despistar, sino porque la realidad es que no hay otra cosa que se pueda hacer.

Carmen Calvo hacía política cultural de sopa boba, sarao y amiguetes colocados de fantasma de la ópera por los museos y las instituciones. O sea, la que se hace aquí. Lo que ocurre es que Calvo ni siquiera es una intelectual, ni una artista, sino una política de oposicioncita y confesionario de abogado que para manejar la cultura se ponía los vestidos que veía en los cuadros (le salían así como de Santa Isabel de Portugal, de un raro zurbaranismo de cóctel). Sin estar mucho en la política, a la que llegó desde las aulas amadrasadas del Derecho y de Chaves, ni estar nada en la cultura, a la que si acaso llegaba sólo con un poco del metal gaitero de Mägo de Oz y flores de lis de cortina, Carmen Calvo ha sido siempre un personaje chocante que no dejaba de dar barbaridades, creo que por pura desubicación. Nos dijo por ejemplo que “el dinero público no es de nadie”, y sí que parecía que no era de nadie, por la manera en que lo gastaban. Y es que la cultura o cultureta, palabra que yo creo que viene de unir cultura y croqueta, se convirtió en objetivo estratégico de la política con Zapatero.

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