Is truth dead? Una impactante portada de la revista Time publicada en abril de 2017 se preguntaba, en grandes letras rojas sobre fondo negro, si la verdad ha muerto. Tan solo unos meses antes, la comunidad de inteligencia de Estados Unidos publicaba un informe cuyas conclusiones eran suscritas por la CIA, el FBI y la National Security Agency (NSA), relativo a la campaña de influencia rusa en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016. En términos muy crudos, dicho informe atribuía al Presidente de la Federación Rusa la ejecución de una campaña dirigida a socavar la confianza de los ciudadanos en las instituciones de Estados Unidos y a influir en los resultados de las elecciones presidenciales en beneficio de uno de los candidatos y en perjuicio de su rival. Precisamente un estudio del Pew Research Center sobre el impacto de las noticias falsas en las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos concluye que un 64% de los encuestados afirmaron que las “fake news” habían causado una enorme confusión durante la campaña y el 23% reconocía haber compartido historias políticas “fabricadas”, en algunos casos por error y en otros de forma consciente y deliberada. También en 2017, el Informe anual de la Conferencia de Seguridad de Múnich dedicaba un capítulo a la “era de la desinformación”, bajo el sugerente título de (Dis)Information: Fake It, Leak It, Spread It.

La paradoja de nuestro tiempo es que en un mundo hiperconectado y con un acceso a toda clase de información sin precedentes en la historia, los ciudadanos están más expuestos que nunca a intentos espontáneos, organizados y, muchas veces sofisticados, de manipulación y engaño.

El Plan de Acción contra la Desinformación aprobado por la Comisión Europea en diciembre de 2019 define este fenómeno como la información falsa o engañosa, verificable, que es creada, presentada y difundida con fines económicos o para engañar intencionadamente al público y causar daño. El Plan de Acción concluye que la desinformación es un reto relevante para las democracias europeas y para sus sociedades, que debe ser enfrentado con lealtad a los valores y libertades de Europa.

La comunicación de esta pandemia en ocasiones parece más propia de una crisis de seguridad que de una crisis de salud pública

En España, la Estrategia de Ciberseguridad Nacional, aprobada por el Consejo de Seguridad Nacional en 2019, incluye entre las llamadas amenazas híbridas las campañas de desinformación que hacen uso de elementos como las noticias falsas para influir en la opinión pública. La séptima línea de acción incluida en la Estrategia tiene como objetivo desarrollar una cultura de ciberseguridad, para lo cual propone ocho medidas entre las cuales se encuentra “promover un espíritu crítico en favor de una información veraz y de calidad y que contribuya a la identificación de las noticias falsas y la desinformación”.

La crisis de salud pública en la que nos encontramos ha sido aprovechada por intereses mezquinos de toda clase para la propagación de noticias falsas, cuyo impacto va mucho más allá de la confusión y puede obedecer a siniestros propósitos de desestabilización. El Servicio Europeo de Acción Exterior está realizando un exhaustivo seguimiento de las informaciones falsas difundidas durante la pandemia, atribuyendo a las mismas carácter coordinado e imputando su autoría a actores estatales o respaldados por Estados. Con arreglo a este análisis, las fake news difundidas durante la crisis de salud pública han pretendido culpar a determinadas minorías de la propagación del virus o socavar la confianza en los sistemas democráticos para afrontar la crisis o, en muchos casos, minar la credibilidad de la Unión Europea y de sus Estados miembros.

En este contexto, no debe resultar extraño que las instituciones con competencias en el ámbito de la seguridad pública y, en particular, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, se involucren en la detección y respuesta a un fenómeno que la Unión Europea y nuestro propio marco estratégico sobre seguridad califican sin matices como una amenaza real y grave, que se materializa a través de un uso ilegítimo del ciberespacio y las redes sociales. Es más, si no lo hicieran, estarían descuidando el ejercicio de sus funciones constitucionales.

Desde esta perspectiva, creo que nada puede reprocharse a que la Guardia Civil y la Policía Nacional actúen frente a esta amenaza en un ámbito que la Estrategia de Seguridad Nacional califica como “espacio común global” y que, con motivo de las medidas adoptadas para luchar contra la pandemia, se ha convertido en nuestro medio natural de vida, más de lo que ya lo era. Imaginar que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado pueden actuar de forma consciente y coordinada al servicio de cualquier otro fin que sea ajeno a su mandato constitucional es, sencillamente, no conocer las instituciones que más han hecho en las últimas décadas por la defensa del Estado y la protección de nuestro sistema constitucional.

La polémica se ha suscitado a propósito de una intervención pública del General Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil el pasado domingo, en el marco de una rueda de prensa en la que se presentaba la actualización diaria de la lucha contra la pandemia. A propósito de esta controversia, creo que es totalmente improcedente cuestionar el trabajo de la Guardia Civil o la trayectoria y profesionalidad del General, que hablan por sí solas y merecen respeto, gratitud y admiración. Cuestión diferente es que la expresión utilizada resulte alarmante y confusa y algunas informaciones conocidas posteriormente no ayuden a disipar esa confusión.

En primer lugar, creo que este incidente merece una reflexión desde la perspectiva de comunicación de crisis, donde ninguna receta es infalible y abundan los Monday morning quarterbacks, que siempre aciertan con la fórmula adecuada al día siguiente. No obstante, considero que la comunicación de esta pandemia en ocasiones parece más propia de una crisis de seguridad que de una crisis de salud pública, con excesiva exposición de mandos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado ofreciendo explicaciones en ruedas de prensa diarias, consumidas por una opinión pública ansiosa de novedades e invadida por un estado de ánimo de comprensible preocupación. La comunicación pública, naturalmente, exige conocimientos, preparación e incluso especialización. No es razonable ni justo exigir a los profesionales más cualificados de la seguridad pública que sean también expertos en comunicación y, mucho menos, en estas circunstancias.

En segundo lugar, situar el objeto de la lucha contra la desinformación en la detección de noticias falsas que pretendan provocar “desafección contra las instituciones del Gobierno” es una formulación muy desafortunada, comenzando porque el Gobierno es un órgano constitucional que no está integrado por instituciones sino por los miembros que especifican la Constitución y la Ley: presidente, vicepresidentes y ministros. La definición de la amenaza y las líneas de acción frente a ella antes mencionadas no incluyen nada parecido a esta fórmula que, comprensiblemente, se presta a conjeturas sobre posibles desviaciones con respecto al legítimo interés público en combatir la desinformación.

En tercer lugar, también generaría dudas que el objeto de las actuaciones se definiese como combatir los bulos que pretendan “provocar desafección a instituciones del Estado”. Es cierto que minar la credibilidad de las instituciones forma parte del objetivo de muchas campañas organizadas de desinformación, pero las palabras no son inocentes y, aunque a muchos nos pesa, en España la desafección a instituciones del Estado es la principal seña de identidad de fuerzas políticas con representación parlamentaria, que jugaron un papel decisivo en el otorgamiento de la confianza al actual Gobierno, lo que hace difícil entender que se persiga en el ciberespacio lo que se ha normalizado en el terreno político. Es necesario, por tanto, explicar esta expresión o sustituirla por otra que no genere estas evidentes estridencias.

No es compatible, creo, defender la lucha contra la desafección al Estado en el ciberespacio con un discurso que promueve el encaje de dicha desafección en el debate político y postula el máximo entendimiento con quienes buscan precisamente la desaparición del actual Estado constitucional y de sus instituciones. ¿Qué mayor desafección puede existir?

La expresión es, por tanto, inadecuada, si bien creo que la responsabilidad de su elección no está en la Guardia Civil que es, precisamente, una de esas “instituciones del Estado” que, junto con la Policía Nacional, asume su defensa frente a las peores amenazas.

La polémica plantea la necesidad de una adecuada definición del alcance de la intervención pública frente a las acciones y campañas de desinformación y, sobre todo, una explicación de los instrumentos que se dedicarán a esta finalidad. La Conferencia de Seguridad de Múnich, antes citada, advertía en 2017 de que los gobiernos democráticos no pueden prohibir las “fake news” ni crear “agencias de la verdad” sin convertirse ellos mismos en iliberales (léase, autoritarios).

Para terminar, una de las carencias de estos tiempos de pandemia en España resultaría, probablemente, un eficaz antídoto frente a la confusión generada por las noticias falsas y las dudas acerca de los criterios para combatir la desinformación. Me refiero a los instrumentos de control parlamentario que, con toda lógica, el artículo 116.5 de la Constitución prevé que estén activos en los estados de emergencia constitucional, al disponer la prohibición de disolución de las Cámaras, la convocatoria automática de las mismas si no estuviesen en período de sesiones y la prohibición de la interrupción de su funcionamiento. “Más Parlamento y menos ruedas de prensa” puede ser una buena receta en estos tiempos de extrema dificultad.