Yo odié Madrid. A lo mejor hay que odiar un poco Madrid, como a las guapas. Yo llegué a la estación de Atocha cuando todavía parecía una panera de pobre con armadura de relojes. El tren había tardado toda la noche o era toda la noche, una noche de carromatos y soldados y minería de la noche con luces de pitillo y roca que caía de la propia noche, no de los desfiladeros de Despeñaperros sino de un cielo nibelungo de meteoritos. Esa noche, por la mañana, ya era Madrid. Supe lo grande que era Madrid viendo lo que se tardaba en llegar a Madrid desde que uno creía estar ya en Madrid, desde los primeros tendederos cruzados con las vías y con los cables. Madrid estaba como deshilachado desde esos filos destejidos de la ciudad hasta llegar al cemento que uno pisaba ya, ese andén de gris y aceite y esa nave como alemana, más para dirigibles que para trenes. A Madrid no se llegaba, en Madrid se iba entrando como por entre deltas y marismas de la propia ciudad. Madrid era tan grande que se desembocaba en él. Algo así pensé yo, que era un niño de mar.

Recuerdo el barullo. Recuerdo el scalextric de Atocha, en el que las vecinas parecían planchar, de cerca que estaban las ventanas. Recuerdo los Seat 1500, como coches neoclásicos que producía el propio Madrid neoclásico, las góndolas de pasear alrededor de la Cibeles. Era ese Madrid que parece hecho sólo de templos, como una Roma con loteras. Recuerdo una pensión como toda de forja, como un ascensor de forja, recuerdo a mi abuelo enfermo, un pescador de Sanlúcar que llevaban al hospital Puerta de Hierro y que luego se paseaba por todo Madrid muy despacio, como por su lonja. Recuerdo a mi madre entonces, guapa y ya también como madrileña sin serlo, como si fuera Conchita Velasco. Vine muchísimas veces más, tuve incluso novia aquí, una novia de verano que se convirtió en novia de carta, luego en novia de andenes y ya en novia imposible. Ahora vivo en Madrid, pero siempre que llego me parece aquella primera vez, con Atocha como un palomar de trenes y yo como un pescadorcillo descalzo.

Al final va a ser verdad y a Madrid viene uno a que lo dejen en paz ya, con el trabajito fijo o la columnita fija

Yo odié Madrid, o quizá odiaba tener que estar en Madrid. Estar no para ver barcazas de dioses o para abrazar a una novia con ojos siempre del mismo verano, sino estar en Madrid para escribir, para ser escritor o columnista o eso que quería ser yo. Esa mili de olivetti, plátano frito y Palace, como Umbral o algo así, que se suponía que uno tenía que hacer, que yo odiaba tener que hacer de tanto decírmelo la gente, porque yo escribiría igual en mi pueblo que en Pekín, o eso creía. Madrid siempre es el sitio al que te mandan, y eso puede resultar odioso. Te mandan para operarte o para las oposiciones o para la Universidad o para no ser un periodista de mesones y de Domingo de Ramos. Al final va a ser verdad y a Madrid viene uno a que lo dejen en paz ya, con el trabajito fijo o la columnita fija.

Yo llegué de niño para ver el tamaño del mundo, volví para probar el tamaño del amor, y me quedé, demasiados años después, para darme cuenta del tamaño de la profesión. El tamaño de la profesión no era entrar con reverencia en cafés literarios con olor a paragua, a rosquilla y a envidia, más que nada porque ya no hay cafés literarios ni tampoco literatura. Ni siquiera era ver por primera vez esa redacción de El Mundo como el control de una misión lunar. Al contrario, el tamaño de la profesión es ver que el Congreso de los Diputados es pequeño como una cajita de música, mucho más pequeño de lo que uno creía, y que nuestros gobernantes también son pequeños, como bomberos toreros en aquel ruedo de capotes más altos que ellos. El tamaño de la profesión es ver que no hay mucha diferencia entre un alcalde rociero y un ministro enguantado de su escaño. Ni tampoco hay mucha diferencia entre el escritor de campanario de la patrona y el del Palace: los dos son escritores de bufanda y castaña porque al final casi nadie sabe escribir. Éstas son las cosas que sólo puede enseñar Madrid. Así que uno termina escribiendo mejor sólo de perderles el respeto a los centuriones del Congreso, a los políticos de terno barrigón y a los poetas de porra en chocolate.

Lo de Madrid no es centralismo, sino perspectiva. En la capital es donde uno ve el tamaño del mundo. En la provincia aún se cree uno que hay gloria (Umbral decía que la gloria era una cosa de provincias), pero aquí sólo hay una larga cola, lo mismo para el metro que para el premio. En Madrid se da uno cuenta también de que la provincia sólo importa en la provincia, y que eso no es fatuidad del madrileñismo periodístico, sino administración de esfuerzos y recursos. Por las traseras traicioneras de la Gran Vía se puede robar cualquier día el reino entero, mientras que por mi pueblo sólo pasa otro santo talabartero; a ver de qué va a escribir uno. También se da uno cuenta de que aquí se disuelven el dinero, la fama, el talento, la maldad y hasta la enfermedad con mucha más rapidez que en los pueblos con una sola fuente y una sola taberna.

Yo no sé si ya soy madrileño o no, entre otras cosas porque eso aquí no importa. A pesar de querer a Madrid como si en Atocha siempre me esperara una novia, he odiado esta capital, este nido de trenes, este cementerio vertical de poetas, esta fonda de toreros, viajantes y tesoreros de partido. Lo he odiado, ahora lo sé, porque odiaba no saberlo ya todo allí en mi pequeña ventana con mar de chincheta, como un almanaque. Este año iré a mi pueblo como un forastero y, quizá, también como un leproso. No llevo más virus que cualquier otro, teniendo en cuenta que alrededor de esta bella y cruel poza de España viven pocas menos almas que en toda la ancha Andalucía que va eternamente de las Columnas de Hércules al Gólgota. Pero a veces uno pierde u olvida o no quiere ver el tamaño del mundo. Mi pueblo tenía todo el tamaño del mundo, o sea el del mar, hasta que vi el tamaño del mar de Madrid, capaz de romper las traviesas de aquel pesado tren nocturno, irrompibles como meridianos.