Repasando –con motivo del confinamiento– las películas del Oeste, los famosos western que para muchos especialistas representan la esencia del mejor cine –“todo está en los ellos”, suele decirse–, se encuentra en ellas todo lo esencial, la verdadera historia de la vida humana orientada a la construcción de la civilización norteamericana cuya constitución de 1787 es la obra cumbre de la democracia liberal: la auténtica, pues todas las demás democracias –populares, orgánicas, etc.– se han mostrado ridículas o catastróficas imitaciones.

Son lugares comunes en los westerns: la búsqueda de una vida mejor, el trabajo, el derecho de propiedad, la familia, las creencias y las prácticas religiosas cristianas, las confrontaciones entre modelos de creación de riqueza —agricultura versus ganadería—,  los derechos de los indios aborígenes, la vigencia de la ley, la creación de instituciones como el sheriff y el juez, el despliegue de infraestructuras de correos y transportes incluidos los ferrocarriles, y todo un largo etcétera de hechos y circunstancias que se entrecruzan con la  construcción del modelo constitucional de civilización más sólido y de más éxito que hemos conocido.

Es muy frecuente encontrase en estas películas con hechos, posiblemente delictivos, que al ser juzgados enfrentan dos concepciones de la justicia: su sometimiento a la ley y a los jueces o bien a un juicio ipso-facto a través de un jurado elegido sobre la marcha entre los vecinos del lugar del suceso.

Si los Estados Unidos de América son un referente institucional del mundo contemporáneo, ha sido porque -entre otras conquistas- la justicia terminó en manos de los jueces y sometida a la ley, incluida la existencia de jurados escrupulosamente sujetos a reglas de conducta. La “justicia democrática” ejercida sobre la marcha al margen de la ley y sometida a tribales prejuicios sociales quedó abandonada y para su uso anacrónico en los guiones cinematográficos.

Si  Montesquieu, padre de la división de poderes que caracteriza el constitucionalismo liberal levantara la cabeza observaría espantado con qué descaro la democracia totalitaria de Rousseau se ha impuesto en España

En la España contemporánea, los nacionalistas y los partidos de izquierda, siguen siendo -siglos después– amigos de la justicia democrática al considerar que la venda en los ojos de su figura emblemática es un estorbo, pues no permite ver la realidad de sus intereses políticos. 

Así, mientras que ya desde la Grecia clásica y, por supuesto, en el constitucionalismo liberal se otorga prioridad a la libertad y la ley frente a la democracia, los herederos contemporáneos de la Revolución Francesa la anteponen a dichos pilares civilizadores.

El hecho de que existan asociaciones de jueces “democráticos” es un evidente reflejo de de la visión  rousseauniana de la justicia, que, en contra de Montesquieu, se opone a la división de poderes -legislativo, ejecutivo, judicial- que constituye el gran  pilar que sostiene el edificio constitucional de los países mas libres e institucionalmente consolidados.

Los grandes juristas siempre se asombraron con quienes adjetivaban la justicia. Cabe recordar a nuestro gran procesalista, don Leonardo Prieto Castro, que no se cansaba de decir que “la justicia con apellidos, no es justicia”. 

Gozamos en España de una justicia independiente, la que día a día tiene lugar en los juzgados ordinarios, lo que resulta muy tranquilizador para los ciudadanos; pero en las altas instancias la politización está a la orden del día como estamos viendo estos días con motivo de la renovación de los miembros del Consejo del Poder Judicial [CGPJ].

Si  Montesquieu, padre de la división de poderes que caracteriza el constitucionalismo liberal, incluida nuestra carta magna, levantara la cabeza observaría espantado con qué descaro la democracia totalitaria de Rousseau se ha impuesto en España. La obscenidad del reparto político de este órgano de la justicia demuestra bien a las claras cómo los partidos políticos tratan de adueñarse sin recato de la justicia, y ahora cuando uno de ellos, el PP, parece dar marcha atrás para regresar a una lectura literal del muy claro artículo 122 de nuestra Constitución que establece cómo han de elegirse a los miembros del CGPJ, resulta acusado por defender la división de poderes de nuestro sistema democrático.

La justicia, en España, debe ser rescatada de los políticos mediante:

  • El ingreso en la carrera exclusivamente mediante oposición.
  • Potenciación de la Escuela Judicial como centro de formación.
  • Carrera basada –como en el ámbito militar que tan bien funciona– en la antigüedad y la evaluación del desempeño profesional.
  • Rígido sistema de incompatibilidades.
  • Potestad administrativa –unidad de mando– de los jueces sobre las oficinas judiciales.
  • Estricta prohibición -como en la carrera militar- de las “puertas giratorias”.

Bajo estas reglas “ningún juez podría ser seducido en su carrera con ascensos o destinos a cargos que no le correspondan con su puesto en el escalafón”, sostiene el maestro Ramón Parada.

El sistema democrático español, ya malherido por la sumisión del poder legislativo al ejecutivo y en un última instancia a los césares de los partidos políticos, no debe ni puede enterrar el civilizador espíritu de las leyes de Montesquieu, salvo que queramos regresar al mundo preconstitucional del oeste norteamericano; y en ello estamos.

Repasando –con motivo del confinamiento– las películas del Oeste, los famosos western que para muchos especialistas representan la esencia del mejor cine –“todo está en los ellos”, suele decirse–, se encuentra en ellas todo lo esencial, la verdadera historia de la vida humana orientada a la construcción de la civilización norteamericana cuya constitución de 1787 es la obra cumbre de la democracia liberal: la auténtica, pues todas las demás democracias –populares, orgánicas, etc.– se han mostrado ridículas o catastróficas imitaciones.

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