Cada uno tiene sus razones, unas más aceptables que otras, pero lo que no es de ninguna manera admisible es que se estén tirando los trastos a la cabeza ante los ojos de millones de madrileños estupefactos y cada vez más indignados, lo cual les convierte en muchos casos en desobedientes como forma de protesta.

Es verdad que los datos de Madrid están bajando en los últimos días y que, por lo tanto, las medidas tomadas por el gobierno de la señora Ayuso eran acertadas. Pero también es verdad que, con bajada y todo, las cifras de contagios y de hospitalizaciones de la comunidad son brutales, las más altas de Europa y no pueden ser asumidas bajo la promesa de que seguirán bajando.

Es verdad, por otra parte, que el Gobierno temía como al diablo que este puente del 12 de octubre supusiera una diáspora de madrileños camino de mil puntos de la geografía española y eso se convirtiera en una transmisión masiva del virus en zonas que no es que estén libres de contagios pero sí que están en una situación moderadamente controlada. De hecho, el decreto del estado de alarma tiene un único punto: impedir que los habitantes de los municipios a los que la comunidad de Madrid ha limitado en sus movimientos, incluidos los barrios de la capital, salgan de estampida a pasar el puente en otras zonas de España.

La población no olvida la lista de mentiras que los responsables sanitarios del Ejecutivo han dicho a quien tanto dicen que les preocupa

Es verdad también que entre el estado de alarma impuesto el pasado viernes a toda prisa y la Orden Ministerial comunicada en los días previos no hay ninguna diferencia en lo que se refiere a la traducción práctica de la población de Madrid: lo que no se podía hacer entonces es lo mismo que no se puede hacer ahora. Pero lo cierto es que la imprevisión del Gobierno y su manera chapucera y poco diligente está en el origen del revés que le asestó la semana pasada el TSJM.

Lo que está claro es que la responsabilidad de ese "hachazo" judicial es exclusivamente del Ejecutivo, que nunca cumplió su promesa de modificar la legislación ordinaria para articular mecanismos que permitieran limitar determinados derechos fundamentales sin tener que recurrir a la imposición del estado de alarma.

Lo que ha hecho el TSJM y en cierto modo ha dicho también el Tribunal Superior de Castilla y León ante el confinamiento de León y Palencia -aunque este último explica que hace un esfuerzo para interpretar que la Orden del Gobierno se refiere, aunque no lo diga en ningún momento, a la Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública de 1986- es que una Orden Ministerial no puede de ninguna manera imponer restricciones de derechos fundamentales y le reprocha que no haya hecho el trabajo para dejar las cosas claras en términos de legalidad. En definitiva, que el Gobierno se ha comportado con unos niveles de chapuza y de desidia del todo inaceptables.

Pero a lo que vamos: tanto el gobierno de Madrid como el Gobierno central repiten una y otra vez que su única preocupación y su único compromiso es con la salud de la población. Pero en primer lugar esa población no olvida la lista de mentiras que los responsables sanitarios del Ejecutivo han intentado colar a esa población que tanto dicen que les preocupa: desde que sus decisiones estaban avaladas por un equipo de expertos que después tuvieron que reconocer que nunca existió, pasando por aquello de que las mascarillas no eran necesarias cuando la verdad, reconocida más tarde, es que se nos decía eso porque lo que ocurría es que no había mascarillas, o la cita de autoridad de un informe de la Universidad de Oxford que luego se supo que tampoco existió nunca, la lista de embustes de ese Gobierno ha sido interminable.

No hace falta ser un lince para darse cuenta de que de ninguna manera habría hecho lo mismo en Cataluña ni lo hará si se da el caso

Y por debajo de todo este embrollo de incompetencias, incluida la insensata afirmación del presidente Sánchez a la altura del mes de julio de que "habíamos vencido al virus" y su llamamiento a todos los españoles a salir a las calles a disfrutar y reactivar la economía, por debajo de todo este temerario desatino, decía, subyace desde el primer instante el enfrentamiento político y nada más que político entre el gobierno de Madrid y las fuerzas de izquierda que componen el Gobierno de coalición.

Ese choque ha sido constante y mantenido en el tiempo. No hay más que recordar las críticas constantes de Díaz Ayuso a todas las decisiones del Gobierno durante las conferencias del presidente con los de las comunidades autónomas y su presión sostenida para asumir todas las competencias de la lucha contra la pandemia. Un enfrentamiento con evidentes objetivos políticos: la señora Díaz Ayuso quiso convertirse desde el primer momento en la punta de lanza de la oposición al Gobierno de coalición de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

Pero, por otro lado, ya a principios de septiembre El Independiente publicaba una información que registraba el comentario de fuentes muy próximas al Gobierno según las cuales a finales del mes de agosto ya se había considerado la idea de confinar la comunidad de Madrid. Y a aquellas alturas la situación no era ni muchísimo menos la que padecemos ahora. Es evidente que había ya un poso de inquina hacia el gobierno madrileño del Partido Popular.

Esa, digamos, no buena voluntad hacia Madrid se puso rotundamente de manifiesto con lo sucedido en torno a la entrevista con una rimbombante, y por eso ridícula, puesta en escena entre el presidente del Gobierno y la presidenta madrileña: un encuentro que estuvo precedido de un ataque furibundo contra el gobierno de Madrid a cargo de Adriana Lastra, vicesecretaria general del PSOE y portavoz del grupo parlamentario socialista, que acusó entre otras muchas cosas a la presidenta madrileña de "trocear, destrozar y depredar la sanidad pública para que al final la gente tenga que irse a la privada".

Simultáneamente, los dirigentes de Podemos y de Más Madrid convocaban ese día concentraciones ante las juntas de distrito de los barrios que iban a sufrir limitaciones de movilidad en razón de sus elevados índices contagios. Pero los podemitas acusaban a Díaz Ayuso de discriminar a esos barrios por ser "pobres" y gritaban "¡No al apartheid!".

Horas después Díaz Ayuso y Sánchez comparecían envueltos en mil banderas. Pero la esperanza duró apenas unas horas. Luego todos volvieron al choque político frontal.

La pregunta hoy es: ¿se habría atrevido el Gobierno a imponer el estado de alarma en Cataluña contra la oposición del Gobierno de la Generalitat si hubiera sido necesario? No hace falta ser un lince para darse cuenta de que de ninguna manera lo habría hecho ni lo hará si se diera el caso.

Ahora bien: el Gobierno tiene razón, a pesar de sus chapuzas, al tomar medidas para impedir la salida de Madrid de decenas, si no cientos de miles, de personas que pueden ser portadores del virus y no lo saben y por eso pueden ser una fuente de contagio múltiple. Y el gobierno de la Comunidad también hace bien aumentando el confinamiento de las zonas básicas de salud que no están afectadas por el estado de alarma al ser municipios de menos de 100.000 habitantes.

Es evidente que el comportamiento del gobierno madrileño tiene un componente político exactamente a como lo tiene el del Gobierno central, aunque ambos lo nieguen categóricamente. Porque está muy claro que no hubiera sido difícil tomar todas estas medidas de común acuerdo y evitar así el lamentable espectáculo que ambas administraciones públicas llevan ofreciendo a los madrileños casi desde el comienzo de la crisis.

Seguro que en los departamentos de los respectivos gobiernos se está midiendo ya el impacto términos electorales que ese enfrentamiento intolerable ha supuesto en cada uno de los dos partido protagonistas de esta vergonzosa batalla. Y, aunque no es seguro que vaya a suceder, la verdad es que ambos merecen el fuerte rotundo castigo de sus respectivos votantes.

Cada uno tiene sus razones, unas más aceptables que otras, pero lo que no es de ninguna manera admisible es que se estén tirando los trastos a la cabeza ante los ojos de millones de madrileños estupefactos y cada vez más indignados, lo cual les convierte en muchos casos en desobedientes como forma de protesta.

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