Ayuso se ha ido a hacer patria al mercado de la Boquería de Barcelona, que es como un pasaje fresco del Barrio Chino lleno de posadas de piratas y puestos de brujas vegetarianas y golosas. Eso, irse a Barcelona en plena guerra goda contra Madrid, debe de ser lo que Cayetana Álvarez de Toledo ha llamado “actitud”, la actitud que tiene Ayuso más que otra cosa o en vez de otra cosa. Ayuso tiene más actitud que aptitud y más reportaje fotográfico que discurso, como si fuera una Marujita Díaz del PP. Allí, entre el Raval y la Rambla, se ha quedado la Boquería como una caja de pescadero que resbala hacia el mar y se ha quedado Ayuso como un pez espada que nadie puede desarmar ni despiezar, más indigerible que invencible.

Ayuso, a la que Sánchez iba a matar o verdaderamente mató (uno también la ha matado más de una vez, gastando igual que un zapatero mucha metáfora de agujas y punzones) sigue ahí a pesar de todo. Y no sólo se limita a aguantar en Madrid, en su casita de reloj, como un cuco, sino que justo cuando más la atacan, se va a venderle sus mejores telas a la Barcelona de las telas, o algo así. Eso es actitud, caradura, majeza de maja o saber explotar lo que puede explotar, que es presencia y abanicazo. Es lo que los socios de Sánchez llamarían provocar, pero sólo es estar. Y en política hay poca gente que pueda simplemente estar sin tener que hacer más, como si fuera una reina con bolsito o un guardia civil con capote. Eso sí, si a Ayuso la dejaran hablar y destrozarse las perlas sin que nadie viniera a hacerla santa perversa, como una santa de Alaska o así, seguro que no hubiera llegado a la mitología ni a la prensa internacional como curiosidad almodovariana.

Ayuso no termina de hablar con acierto sobre nada, pero mata con ojos pérfidos de superstición y joyería, como de gata egipcia

Ayuso ha conseguido convertirse en sombra de murciélago o de crucifijo o de alta peineta de campanario o de anuncio de Tío Pepe de la Puerta del Sol, o sea en icono, en símbolo o al menos en souvenir, como todas las sombras lorquianas. Lo ha conseguido ella o más bien lo han conseguido sus enemigos, que no queriendo luchar contra el discurso puramente mecanográfico de Casado, o no resultándoles suficientemente épico, ahora van a tener que luchar contra un cóndor mitológico o una Dama de Baza de lo español, con rodete de piedra y culo de carroza arqueológica. Ayuso no termina de hablar con acierto sobre nada, pero mata con ojos pérfidos de superstición y joyería, como de gata egipcia. Ayuso más bien suele meter la pata, pero convoca a los demonios y se lleva a los fotógrafos y a los plumillas como a novios de otra. Esa clase de gente en cine se llama robaplanos (estoy recordando a Edward G. Robinson, capaz de borrar de la pantalla al mismísimo Humphrey Bogart en Cayo Largo). Y en política, se llama animal político.

Ayuso ni siquiera necesita a asesores con el metro de modisto o la tetina siempre en el bolsillo, como Iván Redondo. Iván Redondo tiene que prepararle a Sánchez la rueda de prensa con banderitas como si fuera un robo en una embajada, y luego ensayarlo mucho con él, como un baile de My fair lady. Sin embargo, uno se imagina a Ayuso haciendo todo lo contrario de lo que le prepara Miguel Ángel Rodríguez, que es de otra época de la política como de otra época del cine, como si fuera Vincent Price. Y aun así, Ayuso sube. Ayuso la lía y consigue tinta, titulares, fans, escándalo y, por lo que se va viendo, votos que empiezan a hacerle un ajuar negro de novia negra de la derecha negra que en realidad le favorece, como el encaje negro y la cera negra. A Ayuso le funciona incluso el marketing inverso, la mala fama que deben tener las personas interesantes y, desde luego, las mujeres interesantes. Y eso quizá es imbatible.

Será actitud u optimización de habilidades. Pero eso es más política que todo lo que pueda hacer Casado en una larga temporada de limpiarse astutamente de vaho las gafitas

Ayuso se ha ido nada menos que a Barcelona cuando están todos contra Madrid, o sea contra ella. Se ha ido además al corazón de Barcelona, ese corazón de tripas de pescado y melón descorazonado que es más corazón de pueblo que el Ensanche burgués o que el Sarrià pijo o que el Barrio Gótico con sus volutas de bigotes de Dalí y su Catedral como aerotransportada hasta allí. Boquería, Raval y Rambla, ese corazón de falso barrio chino que tiene callejuelas como de Jerez y que es por eso más Barcelona que cualquier otra Barcelona. Barcelona en sus revoltijos y contradicciones, como es casi una contradicción encontrarse allí al lado el Teatro del Liceo, que parece un monederito dorado que se le cayó a una gran señora que compraba un besugo.

A Ayuso le están dando por todos lados los catalanistas fetén, los sanchistas banderilleros y los podemitas desmoñados, todos fetichistas, todos todavía con la derechona como con el brazo medio cocido de Santa Teresa. Quieren hacer de Ayuso la muñeca de china espeluznante de la derecha, pero aunque sea metepatas y velonera, ha terminado manejando la economía y el virus mejor que tanto cantautor de los practicantes del Seguro. Y si los indepes se meten con Madrid, como realidad y como símbolo, ella se va a Barcelona, a la Boquería, a plantarse como una pirata en la borda de la Rambla. Será actitud o será optimización de habilidades. Pero eso es más política que todo lo que pueda hacer Casado en una larga temporada de limpiarse astutamente de vaho las gafitas.

Ayuso se ha ido a hacer patria al mercado de la Boquería de Barcelona, que es como un pasaje fresco del Barrio Chino lleno de posadas de piratas y puestos de brujas vegetarianas y golosas. Eso, irse a Barcelona en plena guerra goda contra Madrid, debe de ser lo que Cayetana Álvarez de Toledo ha llamado “actitud”, la actitud que tiene Ayuso más que otra cosa o en vez de otra cosa. Ayuso tiene más actitud que aptitud y más reportaje fotográfico que discurso, como si fuera una Marujita Díaz del PP. Allí, entre el Raval y la Rambla, se ha quedado la Boquería como una caja de pescadero que resbala hacia el mar y se ha quedado Ayuso como un pez espada que nadie puede desarmar ni despiezar, más indigerible que invencible.

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