Pablo Iglesias habla con tono de cura, todos ellos hablan con tono de cura, con esa vocecilla como envuelta en un oleaje de encaje del Espíritu Santo o de la sacristía, así como se envolvería un pionono, y que queda entre el hipnotismo, la caricia, el empacho y el planchado. Yo lo estaba viendo en lo de Ferreras e intentaba centrarme en lo que decía, eso de que debía importarnos Madrid (que se queda el 22% de lo que recauda) pero no el País Vasco (que se queda todo).

Pero a sus palabras verdaderas se llegaba sólo tras muchas capas de merengue, igual que antiguamente se llegaba a una pantorrilla tras muchas enaguas. En ese largo viaje, claro, aquel señor de cine mudo lo mismo se perdía o se dormía y no llegaba a ver que la pantorrilla igual era una birria. Más que el sermón hojaldrado del cura, yo diría que Iglesias usa una especie de discurso político con pololos, para ocultar una canilla ideológicamente birriosa.

Iglesias se balanceaba ante Ferreras en su silla giratoria, como una fea con mucho sillón de Emmanuelle. Iglesias practica una seducción demodé, como de destape, aquella escuela de seducción que fue un día canon y que lo mismo se utilizaba para el cine erótico que para el Un, Dos, Tres. Yo creo que Iglesias se imaginaba Victoria Vera en un sillón de Emmanuelle, hablando con voz sugerente y boquita de cereza, y meciéndose con un dabadaba de fondo. Pero todo eran falacias con perifollo, y amplios y lentos circunloquios como cruces de piernas para mencionar a los pobres o a los ricos o a los hospitales, que nunca fallan, como nunca falla un guiño.

¿Hace daño Madrid cuando se queda con el 22% de lo recaudado pero no Cataluña cuando se queda con el 54%?

Iglesias dice cosas como “yo creo que lo que la gente piensa / quiere es”, para colar luego lo que piensa / quiere él. Y dice “para que la gente lo entienda” con intención de meter ahí una cosa que no tiene nada que ver o que es incluso lo contrario (además de para consolar a sus votantes por ser, al parecer, de cortas entendederas). Y dice “eso hace muchísimo daño a los ciudadanos” cuando quizá se lo hace sólo a él, pero la palabra duele como un martillazo de tebeo. ¿Hace daño Madrid cuando se queda con el 22% de lo recaudado pero no Cataluña cuando se queda con el 54%? ¿Y a quién hace daño, a los andaluces, a los madrileños o a Puigdemont? ¿Hace más daño a lo público que todo lo que se gasta el independentismo en plástico, papagayos y brujos?

Para evitar feas contradicciones o feos intereses, Iglesias suele reducir el ámbito de su lógica, como poniendo boquita de piñón, o darle una única dirección: “[Quien plantea] discutir sobre lo que ocurre en el País Vasco es que no quiere discutir sobre lo que pasa en Madrid”. Al contrario también pasa, pero eso ya nos haría caer en que los que señalan a Madrid son los del federalismo asimétrico y el “España nos roba”, no vayamos a pensar que no es por solidaridad con los pobres del país sino por ventaja o revancha. “Si en una sociedad tenemos escuelas, hospitales y carreteras es porque hay un sistema fiscal que contribuye a redistribuir”, insistía. Y así se hace, sobre todo con lo que aporta Madrid, mientras sus socios andan exigiendo hacienda propia para poder gastar el dinero en embajadas en el Tirol y cabalgatas del Tirol.

Por lo visto, el españolito solidario o necesitado de solidaridad refrena su sed de justicia ante la sacralidad de los fueros medievales, mientras la fiscalidad de Madrid, más parecida a la europea que al derecho de pernada, le solivianta como pocas cosas en este mundo. Madrid aporta más que ninguna otra autonomía a la caja común, pero es un paraíso con organillero para los ricos, mientras Cataluña y el País Vasco son, evidentemente, la madre nutricia u hospiciana de todos los pobres y desamparados de España. Es aquí cuando, además, el rebelde enarbola la ley y el orden. “En el País Vasco y Navarra existen una serie de instituciones de las que nos hemos dotado”. No como en España, donde la Constitución, las autonomías, los tribunales y las leyes forman un sistema corrupto que hay que desobedecer y combatir.

Iglesias intenta cautivar como un estríper de falacias baratas

Allí estaba Iglesias, en fin, meneándose mucho en su sillita giratoria, con un dominio o una coquetería de columpio (lo hace siempre, con un tic de jefe o de secretaria porno), intentando ponerle mucho velo, mucho lacito y mucho tocino al lenguaje, para que todo este sinsentido no le estallara como un corsé. “Para que la gente lo entienda”, lo que ocurre, simplemente, es que se están negociando los presupuestos con Esquerra y con Bildu, no con Lady Di.

Iglesias no usa soniquete hipnotizador para inducir a la fe de duermevela de las viejas, como el cura. Su técnica está más centrada en el vicio o las debilidades desesperadas del solterón. Iglesias intenta cautivar como un estríper de falacias baratas. Tiene muchas de estas falacias / tanga, aunque sus favoritas son la falacia ad populum, la del hombre de paja, la de la falsa equivalencia y la del falso dilema. La seducción, claro, le dura lo que aguantan el disfraz y la oscuridad. Cuando se ha desprendido de todas las falacias, lo que parece es el desnudo político y lógico equivalente al feo de los hermanos Calatrava. Iglesias, sin embargo, confía en que para entonces ese señor como de cine mudo que lo oye, o sea ese votante de la izquierda del pastelazo al rico, se haya cansado o dormido y sueñe con utopías, jaujas y muslamen, en vez de toparse con contradicciones, rapiñas y pellejo.

Pablo Iglesias habla con tono de cura, todos ellos hablan con tono de cura, con esa vocecilla como envuelta en un oleaje de encaje del Espíritu Santo o de la sacristía, así como se envolvería un pionono, y que queda entre el hipnotismo, la caricia, el empacho y el planchado. Yo lo estaba viendo en lo de Ferreras e intentaba centrarme en lo que decía, eso de que debía importarnos Madrid (que se queda el 22% de lo que recauda) pero no el País Vasco (que se queda todo).

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