Es bien sabido por todo el mundo que quiera saberlo, que el progreso de las sociedades a lo largo de toda su historia siempre ha estado sujeto a normas compartidas de conducta de carácter moral y que sin ellas la expansión de la población, la riqueza y la prosperidad que hemos venido disfrutando, en mayor o menor grado, no habría sido posible.

Como ya se ha recordado en esta columna, el ilustrado David Hume formuló hace casi tres siglos, sin que nadie serio las haya contradicho, las tres leyes fundamentales de la vida en sociedad, antes incluso de que existiera gobierno:

  1. La estabilidad de la propiedad
  2. El intercambio por consenso
  3. El cumplimiento de las promesas

Más tarde cuando ya hubo gobierno, su razón fundamental de ser consistió en salvaguardar la libertad de los ciudadanos, garantizar el cumplimiento de la ley y obligar al cumplimiento de los contratos.

Desde que la ilustración británica comenzara a establecer las bases de un gobierno democrático liberal y más tarde los revolucionarios franceses plantearan su formulación democrática totalitaria a partir de la “voluntad general” que acuñara Rousseau, los gobiernos de la naciones se han generado por tres vías: la violencia y las armas, la democracia liberal y la democracia totalitaria. Mientras que ha habido naciones como el Reino Unido y EEUU, que desde que se asentaran sus estados de derecho democrático-liberales no han conocido –felizmente para ellos– ningún episodio totalitario, ni fruto de la violencia ni mediante una degeneración democrática, la mayoría de los países del mundo -entre los que tristemente- se encuentra España- sí que los han padecido.

Y justamente, al cabo de nuestro mejor periodo histórico medido en libertad personal y prosperidad inclusiva –para todos, no para unos pocos–, el actual Gobierno anda empeñado sin pudor alguno en regresar a nuestros peores tiempos faltando, cada vez más , el respeto a  las  instituciones sociales y políticas que lo han hecho posible . Con la ridícula excusa de que sus políticas son democráticas –totalitarias, claro–, nuestros gobernantes andan afanados en regresar no ya a unos tiempos predemocráticos, sino precivilizados siguiendo a Hume.

El respeto a la ley es desdeñado frontalmente por comunistas y secesionistas e ignorado por los socialistas, que están obligados a hacerla cumplir

En el orden moral, la mentira se ha normalizado hasta extremos inimaginables; la meritocracia se considera despectivamente una virtud burguesa; la frugalidad se ha metamorfoseado en una especie de “granja de los animales” orwelliana; la integridad –pensar, decir y hacer lo mismo­- es ajena a nuestros gobernantes; el cumplimiento de las promesas acaba con su enunciado; la transparencia en la gestión pública solo vale para los demás; la ejemplaridad en el comportamiento carece de sentido; la responsabilidad no se ejerce jamás;  la  vergüenza simplemente no existe; la rendición de cuentas es inconcebible por quienes nos gobiernan; etc…

En el orden político, la división de poderes del Estado, que constituye el bastión  frontera que separa las democracias verdaderas -las liberales- de las falsas -las totalitarias- se ha convertido muy justificadamente -para los socialcomunistas y secesionistas- en el objetivo cardinal a batir desde sus aspiraciones políticas mediante la subordinación y control de la Justicia.

El parlamento, incomprensiblemente, está inhabilitado con la excusa del Covid y su labor de control del poder ejecutivo suspendida.

El respeto a la ley es desdeñado frontalmente por comunistas y secesionistas e ignorado por los socialistas, que están obligados a hacerla cumplir.

La depreciación de la educación,  es una política necesaria y coherente de la amplia alianza gubernamental para conseguir la docilidad, a través de la dependencia del Estado de quienes han sido mal educados para no poder valerse por sí mismos, y la consecuente sumisión, propia de las democracias totalitarias.

El secuestro de la libertad de elección de los padres en materia educativa y de los ciudadanos para expresarse en su propia lengua es una vejación típica de los regímenes políticos ajenos al Estado de Derecho.

El desprecio y los ataques en la TV pública  a la función empresarial por el principal portavoz del Gobierno, su vicepresidente Iglesias, solo se pueden entender desde una ideología comunista obvia enemiga de la empresa privada, que solo ha dejado miseria y cadáveres a lo largo de su historia.

Nunca, desde que entrara en vigor nuestra Constitución, unas elecciones al parlamento serán tan decisivas

El cuestionamiento del derecho de propiedad, primer mandamiento de todo orden moral civilizado, en el ámbito de la vivienda, con la limitación de los alquileres y la protección de los okupas es una vía de escape hacia el tercer mundo.

La gestión de la pandemia del Covid nunca ha dejado de estar al servicio de la propaganda gubernamental y todo indica que el empleo de los ingentes recursos de la UE seguirán el mismo curso; repartiéndose entre los aliados gubernamentales con criterios espúreos ajenos al interés general de la nación.

Todo lo dicho,  y más aún que se podría añadir, revela un gobierno sin escrúpulos, es decir: “sin dudas o recelos que punzan la conciencia sobre si algo es o no cierto, si es bueno o malo, si obliga o no obliga; lo que trae inquieto y desasosegado el ánimo”… según la RAE.

Las actuaciones morales y políticas carentes de escrúpulos como las descritas están conduciendo inexorablemente a la degeneración de nuestro inicial estado democrático liberal de derecho en una democracia totalitaria: objetivo  explícito de los programas políticos de comunistas y secesionistas que, de hecho, está marcando el rumbo de la política del gobierno.

En una sociedad todavía abierta, si el orden moral y el político que han venido sosteniendo el éxito de la civilización occidental decaen por la falta de escrúpulos de sus gobernantes, cabe la posibilidad de regenerarlo eligiendo a otros que los posean. En las próximas elecciones España se jugará estar gobernada con o sin escrúpulos civilizadores. Sólo si ganan “los escrupulosos”, España podrá recuperar la senda moral y política de las naciones civilizadas y con ella su convergencia económica –hace tiempo perdida–  con los países europeos de referencia; de lo contrario nos pareceremos cada vez más a Argentina y Venezuela. Nunca, desde que entrara en vigor nuestra Constitución, unas elecciones al parlamento serán tan decisivas.

Es bien sabido por todo el mundo que quiera saberlo, que el progreso de las sociedades a lo largo de toda su historia siempre ha estado sujeto a normas compartidas de conducta de carácter moral y que sin ellas la expansión de la población, la riqueza y la prosperidad que hemos venido disfrutando, en mayor o menor grado, no habría sido posible.

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