Es verdad: lo primero y más relevante que hemos perdido es la confianza ciega, casi infantil, en que vivíamos en un marco de seguridad indestructible. Las sociedades occidentales, orgullosas de los formidables avances que habían desembocado en los últimos siglos en un llamado significativamente Estado de Bienestar, no podían sospechar ni por lo más remoto que volveríamos a vivir como se vivieron en la Edad Media las diferentes plagas que, entonces sí, los humanos tenían muy presentes como amenazas posibles y, sobre todo, próximas.

Ahora, en pleno siglo XXI, nos enteramos de que para combatir una plaga, que es como se llamaban antes las pandemias -aunque jamás adquirieron la dimensión planetaria que ha alcanzado ésta precisamente por la desaparición irreversible de los obstáculos físicos, lo que nos ha permitido trasladarnos a cualquier rincón del planeta en apenas unas horas y cómodamente sentados en un sillón de una aeronave- nos enteramos, digo, de que la única medida efectiva es la que nuestros antepasados aplicaban: aislarse en casa y cerrar puertas y ventanas para contener la propagación del mal.

En eso hemos avanzado poco pero en lo que sí se ha producido un cambio radical en un plazo de menos de una década es en la velocidad en la que la ciencia es capaz de encontrar un antídoto contra el mal que está diezmando hoy día a la población del mundo entero. Y esa confianza en recuperar, gracias exclusivamente a los avances científicos, la normalidad perdida puede hacernos olvidar mucho más pronto que tarde los terribles momentos padecidos y que hoy tenemos muy presentes porque la plaga no sigue golpeando sin piedad.

¿Volveremos a besarnos y abrazarnos sin medida y más que antes, aunque sólo sea para recuperar tanto tiempo de lejanía física soportada con mayor o menor resignación? Sin ninguna duda, al menos en lo que a los individuos pertenecientes a las culturas mediterráneas o latinas se refiere. Eso será así en cuanto pueda ser. Muchos sueñan, soñamos, con el día en que deje de ser un atentado el besar a un amigo o coger en brazos y achuchar  a un nieto.

Muchos sueñan, soñamos, con el día en que deje de ser un atentado el besar a un amigo o coger en brazos y achuchar  a un nieto

Sin embargo, creo que pervivirá durante un tiempo demasiado corto la conciencia del riesgo a que estamos expuestos si se vuelve a producir –cosa nada improbable según los expertos- un contagio masivo causado por otro virus. Ahí sería necesario que no echáramos al olvido las pautas de comportamiento que en esta ocasión aprendimos demasiado tarde y aplicamos con disciplina aún más tarde y tampoco siempre.

Apreciaremos más intensamente el contacto físico, que valoramos ahora como imprescindible para vivir una vida humana. No sé cómo abordarán esta carencia en los países del Norte, quizá estén acostumbrados a mantener una profiláctica distancia incluso con el prójimo más próximo. Pero creo que en el Sur del planeta la superación de esta plaga va a abrir la puerta a una saturnal generalizada de piel con piel. Lo necesitamos, es lo que nos hace saber que estamos vivos.

Por lo demás, que es casi todo, las cosas sí van a cambiar y algunas mucho. No sé si el teletrabajo, que al final resultará más barato a las empresas que podrán reducir el espacio físico en el que antes se desarrollaban las tareas profesionales, no va a provocar el hundimiento del mercado inmobiliario de oficinas, que se necesitarán de un tamaño infinitamente menor que el que se usaba hasta la llegada de este virus.

Pero lo que sí sé, o al menos lo supongo, es que esta nueva fórmula del trabajo a distancia va a aislar a las personas de un modo que probablemente resulte dañino para su salud mental.

Quizá este aislamiento cotidiano tenga que ser compensado por cada individuo con una actividad social mucho más intensa y frecuente que la practicada hasta ahora. Y creo que esa reacción se producirá de forma masiva.

Los niños y los universitarios deberán, en mi opinión, seguir acudiendo físicamente a sus clases porque es allí donde se aprende a algo tan imprescindible en los seres humanos como es la socialización. Si a mí me preguntaran –algo que, afortunadamente, nadie cometerá la insensata idea de hacer- yo diría que de ninguna manera los niños y los jóvenes deben permanecer en sus cuartos recibiendo sus clases de forma exclusivamente telemática. Deben también compartir olores, sabores, roces con los chicos y chicas de su edad.

Pero es evidente que el modo de relacionarnos telemáticamente con el resto del mundo ha dado un paso de gigante en las sociedades desarrolladas con motivo de la pandemia y eso no va a disminuir cuando la plaga esté ya fuera de nuestro horizonte.

Quizá este aislamiento cotidiano tenga que ser compensado por cada individuo con una actividad social mucho más intensa y frecuente que la practicada hasta ahora

De modo que sectores tan determinantes en la vida económica de un país como el llamado ahora comercio de proximidad va a sufrir un vuelco de proporciones gigantescas. Excluyo  de eso a toda la actividad relacionada con el ocio: bares, restaurantes, discotecas y toda aquella labor en la que se facilite la posibilidad de compartir con nuestros semejantes nuestro tiempo libre. Eso no va a cambiar. Es más, creo que se va a disparar.

Como tampoco va a cambiar el afán de la gente por visitar otros lugares y disfrutar así de sus vacaciones. No soy capaz de calcular el grado de irreversibilidad de los enormes daños padecidos hasta ahora por la pandemia en el sector turístico pero de lo que no me cabe duda es de que los ciudadanos que viven en los países desarrollados no han perdido sino, al contrario, han aumentado exponencialmente su deseo de viajar, de conocer sitios nuevos, de relajarse en lugares agradables, de bañarse y, en el caso de España, de tomar el sol. En eso no vamos a cambiar nada. También se va a incrementar el deseo de hacer turismo.           

 ¿Seremos más conscientes de la necesidad de cuidar de nuestra salud y también de proteger el medio ambiente? Pues de eso no estoy tan segura. La memoria es frágil y la memoria de los episodios tristes, angustiosos o desagradables lo es aún más. Por eso pienso que, aparte de los avances científicos y tecnológicos que serán determinantes en nuestro futuro inmediato, las personas vamos a cambiar muy poco. No sé si eso es bueno o malo. Me inclino más por que sea bueno: al fin y al cabo los seres humanos no estamos tan mal.

Es verdad: lo primero y más relevante que hemos perdido es la confianza ciega, casi infantil, en que vivíamos en un marco de seguridad indestructible. Las sociedades occidentales, orgullosas de los formidables avances que habían desembocado en los últimos siglos en un llamado significativamente Estado de Bienestar, no podían sospechar ni por lo más remoto que volveríamos a vivir como se vivieron en la Edad Media las diferentes plagas que, entonces sí, los humanos tenían muy presentes como amenazas posibles y, sobre todo, próximas.

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