Podemos ha votado en contra de retirar la inmunidad a Puigdemont, que ya es como un murciélago cegatón que vive abovedado en el Parlamento europeo y que sólo tiene acceso a sus chimeneas y buhardillas. Podemos sigue haciendo revolución dentro de su Gobierno o trocito de Gobierno, también abuhardillado, como si fueran okupas o gatos de tejado. Iglesias, subido a su vicepresidencia como un gato a una jaula de la buhardilla, sigue defendiendo que aquí hay presos políticos, que esto no es una democracia sino un pazo de los Franco, con pilones robados y corte de toreros e industriales del textil, y donde la justicia es de señorío y garrote. Así lo declara y lo vota junto con la extrema derecha europea. Esto antes, entre los románticos, se llamaría sabotaje, desinformación, desestabilización, traición. Ahora forma parte de la normalidad de una coalición progresista y moderada. Ningún país puede soportar que los saboteadores estén en el propio Gobierno. Salvo el país de Sánchez, claro.

Sánchez cree tener a Iglesias dominado o domado, ahí cacareando como un loro que monta en bici, mientras él gobierna a placer vetando sus frikadas

Puigdemont ya no es nadie, sólo un fantasma de torreón entre dos mundos, un fantasma folclórico como un fantasma con gaita. El procés ha fracasado, ya sólo buscan lo que se llama el héroe de la retirada (que será Junqueras indultado, volviendo de la cárcel como del Tíbet) para que rearme la melancolía y también el negocio nacionalista. Puigdemont no es nadie, será como un zíngaro con carromato de ollas y peluca astrológica vagando por la Europa de las ferias de ganado y de salchichas hasta que lo devuelvan a España. Lo que sí importa es que un partido de Gobierno niegue la jurisdicción de la justicia, niegue el imperio de la ley, niegue el Estado de derecho, y encima lo haga ante Europa, dejándonos como un país inestable, chungo, peligroso, una cuña de totalitarismo en la Unión Europea como una cuña de mal gusto en Eurovisión.

Decir que Podemos está aliado con los enemigos del Estado parece que suena a espías de la pérfida Albión, pero lo que significa es que está aliado con los que quieren sustituir el derecho, la seguridad jurídica, la igualdad del ciudadano, por un marco en el que todo lo deciden las reuniones y los apaños entre tribus, partidos y bandas, como bárbaros que se reparten pieles o fiordos mediante la espada, el dado o el trueque. No son enemigos del Estado en el sentido de enemigos de una Patria sacrosanta, de una Patria como ideal espiritual más o menos inflamado y supersticioso, esas patrias como crismones de los nacionalistas, por cierto. Me refiero a que son enemigos del Estado moderno, el del contrato social entre ciudadanos libres e iguales bajo el imperio de la ley, con contrapeso de poderes y libertades individuales que no se pueden anular por un brindis de cuatro reyezuelos bajo una chimenea, entre pieles, cuernos y crótalos.

Puigdemont no es nadie, ya es pura literatura de cordel, como el cuento de una cieguecita mendiga con cachorro y platillo. Pero eso no importa. Importa que los que cometen delitos han de ser juzgados, y eso no puede ser una decisión política, no puede depender de que convenga o no a unas alianzas, estrategias o expectativas políticas. Como he dicho alguna vez, Iglesias, que habla de “presos políticos”, lo que pide en realidad es que todos los presos sean políticos, que sean la utilidad y la arbitrariedad políticas las que tomen el lugar de los tribunales para decidir quién puede ser o no preso y qué es o no delito. La “anormalidad democrática” no es que un reo de sedición esté preso, sino que, entre lanzas cruzadas y ofertas de camellero, sean los partidos y las tribus los que decidan quién debe estar preso o en un palacete. Y lo llaman, además, “democracia”, democracia “no limitada” incluso. Es lo que les gustaría, que no hubiera límite a lo que ellos pudieran decidir sobre cualquier ciudadano en sus mesas de naipes o de pulsos, tras su intercambio de collares megalíticos o de cabras de campanario.

En el Gobierno hay un saboteador, no de la política de Sánchez ni de ningún interés particular que pueda considerarse ahora de Estado, sino un saboteador de la democracia misma. Pero no parece resultarle un problema a Sánchez, que va por ahí bastante desenfadado y ufano, soltando canas de estadista como plumas de vedete en unos espectáculos con apisonadora, como de monster trucks, o con banderines de majorette o de rodeo. Sánchez cree tener a Iglesias dominado o domado, ahí cacareando como un loro que monta en bici, mientras él gobierna a placer vetando sus frikadas y regalándose perfiles de comparecencias igual que perfiles de discos de Julio Iglesias, sin importarle el bicho ni la crisis (somos la economía más castigada por el virus de todo el mundo desarrollado y ahí está Sánchez, siempre como en su idéntico Miami anaranjado). 

Podemos e Iglesias no dejan de hacer daño, como si no soltaran el serrucho. Hacen daño con su defensa de los sediciosos y su abolición de la ley, con el constante limado del Estado de derecho, con el derribo de las instituciones para poner sus tipis, con su legislación antijurídica, apenas pegatinas, con su gasolina antifa o con su numerito de Chikilicuatre en Europa. De momento, nada suficientemente grave como para cambiar los planes del mago de la política. Podemos aún le compensa a Sánchez, Iglesias aún le sirve para vender progresismo y moderación y moda de primavera. Que el país sobreviva mucho tiempo más teniendo en el Gobierno a un saboteador de este calibre ya es otra cuestión. A dos saboteadores, en realidad.

Podemos ha votado en contra de retirar la inmunidad a Puigdemont, que ya es como un murciélago cegatón que vive abovedado en el Parlamento europeo y que sólo tiene acceso a sus chimeneas y buhardillas. Podemos sigue haciendo revolución dentro de su Gobierno o trocito de Gobierno, también abuhardillado, como si fueran okupas o gatos de tejado. Iglesias, subido a su vicepresidencia como un gato a una jaula de la buhardilla, sigue defendiendo que aquí hay presos políticos, que esto no es una democracia sino un pazo de los Franco, con pilones robados y corte de toreros e industriales del textil, y donde la justicia es de señorío y garrote. Así lo declara y lo vota junto con la extrema derecha europea. Esto antes, entre los románticos, se llamaría sabotaje, desinformación, desestabilización, traición. Ahora forma parte de la normalidad de una coalición progresista y moderada. Ningún país puede soportar que los saboteadores estén en el propio Gobierno. Salvo el país de Sánchez, claro.

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