Mientras comienzo a hilvanar estas líneas, no puedo dejar de pensar que está a punto de cumplirse ya, casi exactamente un año desde aquel 21 junio de 2020. Una emblemática fecha en la que tras tres meses y seis días durante los cuales los españoles sufrimos, con el mayor de los estoicismos, uno de los encierros más estrictos del mundo, pudimos comenzar a respirar, de nuevo y con las máximas precauciones, algunas briznas de libertad del mundo exterior. Salir a la calle, volver (muy lentamente y tan solo en algunos casos) al que había sido nuestro lugar de trabajo físico durante años, reconciliarnos con nuestro paisaje urbano habitual, saludar -en carne, hueso y medida cercanía- al camarero que nos ponía el café cada mañana, al panadero que nos suministraba el pan, a nuestro vecino, ya jubilado -de cuyo buen aspecto nos alegramos doblemente- y con quien a veces coincidíamos en el rellano de la escalera y perdíamos minutos intercambiando impresiones acerca de generalidades deportivas, políticas o de cualquier ámbito. ¡Volvía la vida! O tal parecía... De puro exultantes que nos encontrábamos, creíamos -¡pobres ingenuos!- que ya habíamos visto una segura luz al final del túnel maldito y aciago en el que nos encontramos atrapados sin previo aviso.
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