Y Sánchez trajo la vacuna a justos y a pecadores, a creyentes y a infieles, la trajo él mismo con sus alas de ángel de Capra, ángel con sombrero y pijama de viajante, porque debajo de los trajecitos estrechos y del contoneo del presidente lo que hay es un ángel de arpillera y bondad. Sánchez, en su trono de nubes amontonadas y querubines borrascosos, como de mapa marino, podría haber juzgado con gran furia y poder si nuestro corazón merecía o no la vacuna, o sea la salvación. Pero Sánchez sabe que la justicia no es más que abandonarse a su voluntad, así que aceptar su misericordia también es justicia. Justo y bueno en la misma y sublime medida, pues, Sánchez vacunó a peperos, fachillas, crispadores, antipatriotas y susanistas, que fueron así testigos de su gloria. Los vacunó o los ungió con su signo, con esas vacunas que son óleo de sus labios o leche de diosa de su teta. Alabado sea, por siempre.

Sánchez se apareció en TVE, “la pública”, que dijo él dándole al telediario una pátina de catolicismo. Se apareció en la Moncloa, en ese salón amplísimo y vacío (el verdadero lujo es el vacío), hecho como para el botafumeiro de su majestuosidad, para las reverberaciones de su grandeza, que suenan un poco a cuenco tibetano, como su voz. Y allí, hablando de otras cosas (hablaba de Cataluña, por cierto), lo atravesó una luz gótica, de vidriera o de nave nodriza o de reflejo de su zapato, lo atravesó yo creo toda una tocata de Bach o quizá sólo un pasodoble torero, y se transfiguró. Ya no importaba Cataluña, ya no se acordaba de Cataluña, sino que tanto escenario de gloria le recordó su gloria y se quedó allí, tocándose esa lira de luz. “Aquí hemos vacunado a todo el mundo, y no hemos preguntado su origen, ni su creencia ni lo que votaban; aquí lo que hemos hecho ha sido un gran ejercicio de patriotismo y de fraternidad”, dijo entre Pantocrátor y scout, flotando en una como mandorla de galleta.

Sánchez hace de la simple humanidad y la simple sensatez, o sea poner las vacunas a todo el mundo, un “ejercicio” de virtud, en este caso patriotismo o fraternidad

Ah, ese Sánchez providente y magnánimo, que nos otorga la vacuna como su gracia, que vacuna a todas las almas como derramando su cáliz perfumado, que bendice a rancios y cayetanos a la distancia de las bendiciones a leprosos... La cólera, que también pertenece a los justos, podría haberlos aniquilado, y terribles y ecuánimes hubieran sido su juicio y los rayos que saldrían por los ojos y los ojales, por la boca y las bocamangas del presidente, convirtiendo en sal a los ayusers, a los voxistas, al pepero modosito y al liberal luciferino, a Susana Díaz y a Rosa Díez, y quizá también a algún segurata que se le puso chulo cuando era un don nadie, cuando iba en Peugeot como en el asno que profetizó Zacarías. Pero no, la vacuna no iba a ser un diluvio, ni una plaga, sino una indulgencia plenaria, cosa que parece más algo de emperador de triclinio que una cosa santa.

Ah, Sánchez tonante y Sánchez misericordioso, qué bella pintura arrastrando barbas, pisando plisados, levantando dos dedos (símbolo de su doble naturaleza divina y humana), salvando pecadores de la misma hoguera que él enciende con sus aleteos... Y, sin embargo, hay un matiz importante que aporta la segunda parte de su frase, la del patriotismo y la fraternidad. Uno casi puede entender un Sánchez endiosado, allí en su altar cuadrangular de arte abstracto, luz de espejo y densos vacíos, ese vacío como el que conseguía Velázquez. Sí, ese Sánchez Supremo, justo o caprichoso, que es lo mismo porque la teología define la justicia como abandono a la voluntad de Dios. Pero ocurre que Dios no puede aspirar a la virtud, y Sánchez cree que poniendo vacunas aspira a la virtud, o sea que no es un dios sino un torpe meritorio.

Sánchez hace de la simple humanidad y la simple sensatez, o sea poner las vacunas a todo el mundo, un “ejercicio” de virtud, en este caso patriotismo o fraternidad. Un ejercicio que él considera sin duda sudoroso de moral, o sea digno de que se aprecie el esfuerzo moral. Sánchez no es un dios magnánimo, sino, en todo caso, un fraile alpargatero que aún intenta ganarse el cielo con las gachas o un hipócrita que intenta lo propio con la limosna. Sánchez lo que nos dice es que nos ha vacunado a todos con la nariz tapada, como una dama de caridad que luego se cuelga medallas beatonas en el polisón. Pero yo creo que aún es peor. Si poner vacunas a la gente le parece fraternal o patriótico, o sea algo adjetivo, en vez de algo inmediato, indiscutible y sustantivo; si es un ejercicio sudoroso y aplaudible de generosidad, una especie de propina ética, un alarde de gentileza, una rebaba moral, es que no sabe siquiera qué es la virtud ni qué es la moral. Es decir, que es un depravado.

Sánchez, dios con rayo y balanza, emperador con pulgar apócrifo (nunca usaron en el anfiteatro eso del pulgar), padre perdonador y madre curativa, ángel de segunda con alas de pana o de Cortefiel, manantial de vida y besos, filo dulce y duro entre la crueldad y el perdón, como el filo de sus cejas... Sánchez no es nada de esto en realidad. Sánchez no está en la gloria, en la magnanimidad ni en la virtud. Está fuera de todo eso, donde ya no hay escalas morales, donde la petulancia, la hipocresía y la piedad serían, igualmente, un exceso.

Y Sánchez trajo la vacuna a justos y a pecadores, a creyentes y a infieles, la trajo él mismo con sus alas de ángel de Capra, ángel con sombrero y pijama de viajante, porque debajo de los trajecitos estrechos y del contoneo del presidente lo que hay es un ángel de arpillera y bondad. Sánchez, en su trono de nubes amontonadas y querubines borrascosos, como de mapa marino, podría haber juzgado con gran furia y poder si nuestro corazón merecía o no la vacuna, o sea la salvación. Pero Sánchez sabe que la justicia no es más que abandonarse a su voluntad, así que aceptar su misericordia también es justicia. Justo y bueno en la misma y sublime medida, pues, Sánchez vacunó a peperos, fachillas, crispadores, antipatriotas y susanistas, que fueron así testigos de su gloria. Los vacunó o los ungió con su signo, con esas vacunas que son óleo de sus labios o leche de diosa de su teta. Alabado sea, por siempre.

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