Llego a casa tras sortear los obstáculos lógicos de quien vive cerca de un cementerio un uno de noviembre. Las familias se aglomeran mientras los vendedores de ramos de flores se afanan en no dejar de dar servicio a quienes dedican parte de la que ahora es su vida para homenajear a los que ya no la tienen. Los que se fueron no lo sabrán (o sí, según la creencia de cada uno) pero los de aquí sí tienen claro que esas personas que ya no viven, siguen presentes en nuestra conciencia y corazón. En la música, pasa lo mismo.

Se les llena la boca a los norteamericanos, y con razón, recordando, entre muchos otros, a Elvis, Buddy, Joplin, Morrison, Prince, Cobain, Hendrix, Marley y hasta Tupak Shakur (aquel rapero de mala vida) y más entre susurros, Michael Jackson. En el Reino Unido también saben echar de menos a Lennon, Harrison, Winehouse, Bowie, George Michael y, por supuesto, a Mercury.

Por aquí también tenemos un importante legado entre nuestras tumbas, aunque seamos lentos en lo de poner mausoleos o sacar dinero por el típico turismo de visita a los lugares sagrados emblemáticos de la vida y milagros de nuestros genios musicales. Ya lo dijo Mecano: “No es serio este cementerio”. Lo reivindicamos.

Nuestras carreteras, creadas bajo un régimen en el que primaba la apariencia más que las calidades, y en una época en la que lo del cinturón de seguridad era casi un chiste, se llevaron por delante a buena parte de nuestro acervo musical.

Se quedó Nino Bravo en el camino. Casi pertenece a ese cruel “club de los 27” internacional de artistas que mueren a esa edad, por apenas un año. Luis Manuel Ferris Llopis, que así se llamaba, en su papel de mánager más que de artista, y con apenas 28 años, 60 canciones grabadas y cinco discos, se dejó el cuerpo y sus prodigiosas cuerdas vocales en el coche que él mismo conducía tras varias vueltas de campana. Tras su muerte en una curva de Villarrubio, nada fue igual en la música española. Se fue, y no nos dejó un beso y una flor, sino un reducido conjunto de canciones que varias generaciones conocerán para siempre.

No es casual que hacía poco tiempo habían perdido la vida más personas en aquel mismo punto, ahora denominado ramal de entrada 95 sentido Valencia de la A-3.

Alguien le viene dejando un ramito de violetas a Cecilia en las Colinas de Tresmontes cada dos de agosto, y no cada nueve de noviembre como rezaba su canción. Ella sí era de nuestro “club de los 27”, que es la edad que tenía cuando decidió no pernoctar en Vigo porque grababa en Madrid a las 10 de la mañana aquella madrugada de 1976.

Ese dichoso asfalto colocado con desidia por obreros sobreexplotados también segó la vida de un genio muy querido en Asturias y el mundo. Su Opel Corsa se convirtió en trampa mortal para el cantante que, en palabras de quienes le acompañaban y no habían quedado inconscientes, fue su último tono vocal. Uno muy agudo. De queja. Se iba Tino y nadie pudo hacer nada. No hay fiesta que se precie que no recurra a su legendaria versión de Eloise, con la London Philarmonic Orchestra bajo la dirección de Andrew Powell y grabada en los legendarios Abbey Road de Beatles, como ya contamos:

Lejos, muy lejos de las carreteras españolas de dabadaba y Seat 600 en atasco dominguero, nos dejó un ser que fue uno con su guitarra española. A orillas del Caribe mexicano, jugando al fútbol con su hijo y dos semanas después de haber apagado su último cigarrillo, nos dejó el genio del flamenco universal Paco de Lucía. Hace bien poco pude cubrir para este mismo medio la presentación de lo que sería su fundación, escuchando hablar a la que fue su mujer y le trasladó al hospital. Al llegar, se sentó en la camilla y nos dejó. Como en esos momentos en los que acaba una buena interpretación a la guitarra, con un acorde final que tampoco espera los aplausos, pero que siempre llegan cuando el genio es grande.

Se me van a ofender todos los que no vean aquí a Bruno Lomas, a Juan Camachoy tantos otros que nos dejaron sin su preceptivo mausoleo, pero todo se andará. Seguro que no faltaría personal dispuesto a ir al de Camilo Sesto, si existiese.

Antonio Vega nos dejó el típico día más inesperado. Nos lo merecíamos. A algún genio de la SGAE se le ocurrió rendirle homenaje estando el vivo caliente. Salió en 1993, quince años antes de morir el otrora parte de Nacha Pop, un disco llamado Ese chico triste y solitario. Se presentó para medios en la sede de toda música española, y la ausencia del protagonista todavía vivo se oyó como un portazo a los que se frotaban ya las manos con los beneficios de su discografía. No olvidemos que el mejor momento de ventas de un artista es justo después de dejar esta vida mundana. Así que es normal que ni acuda al evento y se vaya en silencio, como los de algunas de sus canciones. Los había en El sitio de mi recreo.

Rafaella, que también se fue aunque no era nuestra (pero como si lo fuera), recibirá pronto su plaza cerca de Fuencarral calle, en Madrid. Demostrado. No sabemos sacarle partido a nuestro propio “difunto” sustrato musical. No tenemos el ADN de saber hacer de la vida del artista un espectáculo post mortem lleno de souvenirs y memorabilia, visitas morbosas y compras compulsivas de personas que llegan de ver el volcán de La Palma. Lejos estamos del tinglado por 47 dólares del Graceland de Elvis, o el rancho Neverland de Michael Jackson en cuanto alguien pague por él los escasos 67 millones de dólares que piden los herederos y se lo quede para explotarlo.