La guerra del PP es la del Congreso contra El Hormiguero; la de Casado en la sesión de control, como un escolar en un concurso de debate, contra una Ayuso con tatuaje, canción y ojos de botella verde de Coca-Cola, igual que un amor de verano; una Ayuso a la que toda España recordaba a la mañana siguiente como arena en los dedos, justo como esos amores de verano. La guerra la tiene perdida Casado, por supuesto, porque así es la política, que no son las oposiciones a notarías que hace él, con pausa para una meriendita de cura, sino que necesita seducción. Ayuso usa la misma trampa que la literatura, la seducción, por eso la molinera le gana casi siempre al bachiller y los poetas nunca le dedican églogas a un escribiente. 

Ayuso apareció en El Hormiguero un poco entre Blancanieves y la Reina del Keroseno que cantaba Miguel Ríos, saludando con su tatuaje de Depeche Mode, la rosa baudelairiana del disco Violator, que casi parecía un guante de Gilda. No voy a hacer inferencias a partir del aplausómetro, a mí lo que me llamó más la atención fue que la Reina de la Noche de la derecha, la terminator con beso de Minnie Mouse, saliera con timidez y leve coraza de cuero, como a una primera cita en el barrio. Me refiero a que los políticos suelen usar disfraz de político, que es como la giubba del payaso de la famosa aria, pero en Ayuso no veía uno disfraz de guay ni tampoco de tartazo de pena, sólo parecía, simplemente, ella. Y eso es una gran arma política.

El disfraz de político, ese terno con migas de funcionario de un Rajoy que tiene que parecer funcionario porque no sabe ser político, o ese bamboleo discotequero de un Sánchez que quiere ser Elvis porque tampoco llega a ser otra cosa, o esos discursos con bonete de un Casado que cree que la política es que le pongan a uno un bonete en una pintura de Rembrandt o en una foto de la comodita de la abuela... Pero Ayuso no iba disfrazada, aunque pareciera la bajista de una banda o la vecina malasañera que ha terminado triunfando en una serie de plataforma, sino que sólo era ella. Iván Redondo, un poner, se va a la tele y se tiene que buscar todo un guion orientaloide, entre película de kung-fu y nirvana de Richard Gere, pero Ayuso sólo tiene que decir “joder” y dar un respingo como si se hubiera derramado encima la cocacola de los ojos.

No saben que Ayuso es la final girl y va a sobrevivir a los enterados, los graciosillos y los zombis; no saben que es la manic pixie dream girl, nuestra Zooey Deschanel de la política

Ayuso, transparente, nerviosa, con su cosa todavía de colonia juvenil, de carpeta forrada de Héroes del Silencio, decía “joder” y se reía sin pose, como ante el chico guapo, y uno lo que pensaba es que no podía evitar ser ella, que simplemente era ella, como las chicas de las canciones. Ayuso, chica de Alejandro Sanz o de Hombres G, chica de ayer de Nacha Pop, chica de Vale y de Rockopop, hablaba más de la cuenta mientras hacía mohines como de beber batido y adivinaba canciones de la radio adolescente, llevándonos con ella a saltar en la cama con micrófono de cepillo para el pelo. Ayuso, chica de las películas, sólo parecía ella y por eso el personal la va a creer siempre. Un político al que cree la gente, eso sí que es imbatible.

Ayuso, chica no ya enamorada de Chaplin sino de Glenn Medeiros o de Robbie Williams, que se arrobaba hablando de los brazos de Rafa Nadal y que despeinaba el tupé gomoso de Sánchez con una sola frase de jefa de animadoras: “Sabes que te está mintiendo”... Contra eso están intentando luchar el bachiller Casado y el barbero Egea, sin saber ni a lo que se enfrentan. No saben que Ayuso es la final girl y va a sobrevivir a los enterados, los graciosillos y los zombis; no saben que es la manic pixie dream girl, nuestra Zooey Deschanel de la política, y que nos va a seducir porque parece diseñada para eso, para ser una fantasía, como la mujer de rojo ochentera, como todas las chicas que hacía Kelly LeBrock, una fantasía para los votantes, para los currantes, para los plumillas; una fantasía para la derecha y hasta una fantasía para la izquierda.

El personaje, en este caso, consiste en que no hay personaje, y eso la diferencia de Sánchez

Ayuso no usa disfraz, ni siquiera ése de “soy como vosotros”, ese disfraz como de pana engordada con agua. Ayuso es como es, ésa es la mayor ayusada. Ayuso es como es cuando saca el paraguas de dar paraguazos en la Asamblea de Madrid y cuando parece que está descalza bajo la lluvia en un plató de televisión. Es como es, todos lo ven, y eso tranquiliza en política, sabes que no va a estar por ahí de repente, perdida y agobiada, buscando un torero de centro como si buscara un fontanero, o una derecha plateresca como si buscara la vajilla para Nochebuena. El personaje, en este caso, consiste en que no hay personaje, y eso la diferencia de Sánchez, que no es otra cosa que personaje. Ayuso es como es y a lo mejor eso es una trampa, pero todos van a caer.

Ayuso era la chica de ayer, jugando con las flores de nuestro jardín, era la molinera que va a salir en todos los poemas mientras el escribano tembloroso hace una y otra vez la misma suma de los gansos reales, que no le importa a nadie. Rajoy no se había enfrentado nunca a una molinera hasta que llegó Sánchez, y Sánchez le ganó, por supuesto. La diferencia es que lo de Sánchez era un disfraz de molinera y Ayuso es la molinera de verdad, con los sonetos y los votos en el pelo igual que espigas. Ayuso en El Hormiguero era la chica de ayer, que se dejaba una canción enganchada en nuestro jersey, un tatuaje como una constelación nueva y un beso de manzana en la servilleta, y desde entonces no hacemos más que darle vueltas. La guerra, por supuesto, la tiene perdida Casado. 

La guerra del PP es la del Congreso contra El Hormiguero; la de Casado en la sesión de control, como un escolar en un concurso de debate, contra una Ayuso con tatuaje, canción y ojos de botella verde de Coca-Cola, igual que un amor de verano; una Ayuso a la que toda España recordaba a la mañana siguiente como arena en los dedos, justo como esos amores de verano. La guerra la tiene perdida Casado, por supuesto, porque así es la política, que no son las oposiciones a notarías que hace él, con pausa para una meriendita de cura, sino que necesita seducción. Ayuso usa la misma trampa que la literatura, la seducción, por eso la molinera le gana casi siempre al bachiller y los poetas nunca le dedican églogas a un escribiente. 

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