Netflix es el mundo global, donde puede triunfar una serie coreana con asesinatos de color lacasitos o una serie española que por fin ha preferido la acción y el ritmo a nuestro eterno bocata de chorizo con vinazo, tipismo y amargura. Parece una contradicción que los nacionalismos quieran estar ahí, en la globalidad, en la televisión que ya no es la del tiempo o el cocido de tu pueblo, sino la gramola universal del ocio. Yo creo que no es una contradicción, sino una lucha desesperada. Culturas purísimas, orgullosísimas, sienten ahora que lo fundamental es que ese juego del calamar coreano, el Doraemon japonés o la madre de dragones de un extraño planeta no kepleriano se escuchen en el idioma de su aldea. Culturas antiquísimas, poderosísimas, se rinden al pop de chicle, a la moda camisetera, al superhéroe vestido de tapón de refresco. Harían lo que fuera con tal de colar su producto, algo así como conseguir que Spiderman hable de sus cocidos.

Vamos a tener presupuestos porque ERC no piensa ahora en otra cosa que en Netflix o HBO hablando la lengua del imperio, el español, con sus mutantes gelatinosos, sus apocalipsis orwellianos, sus medievos marcianos y sus series neoyorquinas tan cool haciendo como de nodo del Régimen Corrupto del 78. No es broma, ni exageración, ni frivolidad, ni que Sánchez ya les haya dado todo lo demás, que también. En realidad, no hay mayor amenaza para un mundo basado en la catalanidad que mostrar, precisamente, la ausencia de catalanidad del mundo. No hay catalanidad en el mundo, ni en las galaxias, ni más allá del Muro, ni en las empresas que no dependen de la subvención ni del chantaje sino de la realidad. Este desencantamiento es tan peligroso que lo han puesto por delante de la amnistía, de la independencia y hasta de la pela.

En TV3 se puede controlar que haya siempre un tertuliano de las tortas, un yonqui o una fregona hablando el mismo español mugriento, andaluceante o murcianés. No hay problema en que la criada, el rider o el facha hablen español, que se entiende sin problemas aun con toda la distancia civilizadora que los separa. Es más, se agradece que hablen español para saber a qué atenerse y marcar esa distancia como con una empalizada de misión. El problema es que hablen español Iron Man o Marie Curie, House o Jane Austen. Que, simplemente, puedan existir médicos y detectives y héroes y artistas que no hablen catalán, que es como su latín eclesiástico y salmantino. Esto es disruptivo, desmoralizante, antipedagógico, desconcertante y, sobre todo, impúdico.

ERC haría lo que fuera con tal de colar su producto, algo así como conseguir que Spiderman hable de sus cocidos"

El mundo catalanizante y fantasioso puede petar, simplemente, si se lleva demasiado tiempo acostumbrándose a que la diversión, el arte, la bondad, la humanidad, el refinamiento, la fuerza, la inteligencia y hasta el grosero dinero se puedan expresar fuera de esa catalanidad. Todo puede acabar si se dan cuenta de que, por ahí fuera, en la ficción o en la realidad, nadie ni nada parece preocupado ni medido por esa catalanidad fundante, referencial, cardinal. Incluso que, como mucho, todo lo catalán en las pelis y series se reduce a Gaudí y a algún amor mediterráneo que ilustran con guitarras y toreros. Es decir, que pueden encontrarse con el horror definitivo de que Cataluña se absorbe en el tópico español, mexicanizante, tiznado, exótico. El catalán, ya ven, exótico, indígena, racializado, españolizado. Aún peor que borrado. Cómo no preocuparse, antes que nada, por anular o minimizar esto.

El Estado hace mucho que se fue de Cataluña, como del País Vasco, así que casi lo único que queda por allí defendiendo la globalidad, lo común, la obscena pequeñez de las obsesiones nacionalistas, la absurda limitación del mundo que conllevan, pueden ser estas plataformas que están mostrándose mucho más pedagógicas que la cultura dura y la política blanda. Evidentemente, Netflix o HBO no doblarían al catalán como no doblarían al corso, y su Spiderman tiene sentido que hable en español pero no en ampurdanés. No es agravio ni represión, sino la simple realidad. La misma realidad que terminaría expresándose en español en Cataluña si no hubiera guardias en los recreos y en los despachos dedicados sólo a promover la lengua de una minoría, que además te convierte en medio analfabeto y en medio pasmado apenas sales de la provincia o de TV3. 

Vamos a tener presupuestos, en fin, porque ERC va a tener su Netflix en catalán, o sea su velo de catalanidad sobre el mundo que aún no puede catalanizar. También Bildu va a tener en Navarra sus dibujitos japoneses en euskera, que es como el colmo del rebuscamiento cultural. Las culturas purísimas, orgullosísimas, antiquísimas, poderosísimas, se ven obligadas a colocar su producto así, como cromos de yogur o de Súper Pop, mezclados si hace falta con lo japonés o con lo vikingo, porque si no la realidad se las tragaría. Nadie compraría su nacionalismo ni su cocido si no estuvieran protegidos por la subvención, por la propaganda, por la amenaza, por el guardia y por su amigo y vecino Spiderman, tan parecido esta vez al Superman Sánchez.

Netflix es el mundo global, donde puede triunfar una serie coreana con asesinatos de color lacasitos o una serie española que por fin ha preferido la acción y el ritmo a nuestro eterno bocata de chorizo con vinazo, tipismo y amargura. Parece una contradicción que los nacionalismos quieran estar ahí, en la globalidad, en la televisión que ya no es la del tiempo o el cocido de tu pueblo, sino la gramola universal del ocio. Yo creo que no es una contradicción, sino una lucha desesperada. Culturas purísimas, orgullosísimas, sienten ahora que lo fundamental es que ese juego del calamar coreano, el Doraemon japonés o la madre de dragones de un extraño planeta no kepleriano se escuchen en el idioma de su aldea. Culturas antiquísimas, poderosísimas, se rinden al pop de chicle, a la moda camisetera, al superhéroe vestido de tapón de refresco. Harían lo que fuera con tal de colar su producto, algo así como conseguir que Spiderman hable de sus cocidos.

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