Colau, con su clasismo de manoletinas, ha mandado a la escuela privada al que quiera educar a sus hijos en Cataluña en español. Sí, ha puesto el español, la lengua común, a la altura del francés de liceo y mantequillera. El Supremo o el Constitucional pueden decir lo que quieran, que eso son pasatiempos, como si en vez de sentencias sólo hicieran bordado o costura con máquina de pedal, con ese algo de candorosa lubricidad de monja que tiene el roce de las togas. Da igual, al final Colau reparte a los niños según estamentos y la Generalitat les pone espías disfrazados de gusiluz para corregirles las desviaciones idiomáticas como desviaciones de los caninos. El que quiera que se cumpla la ley, que se vuelva a Jerez o se vaya a la privada por 2.000 pavos al mes. Pero Colau yo creo que no atendía a los jueces, sólo parecía una maestrita de zapatos planos que cuelga los abriguitos de los futuros patriotas y poetas. Ella, más que nadie, es el poema machadiano de la inmersión lingüística en Cataluña.

Colau dobla bufandas con una vocación entre la patria, la pedagogía y el suavizante, y argumenta que la educación pública tiene que ser igual para todos. La verdad es que seguiría siendo igual para todos con ese 25% de las clases en castellano que ha dictado el Supremo mientras tejía. Sería incluso mejor, porque evitaría que los niños catalanes que salen fuera parezcan pequeños tarzanes, incluso pequeños lores tarzanes, que es algo que me sorprende mucho. En realidad, ese “igual” de Colau, la más caótica de las igualitarias y la más mollar de las equidistantes, no es el de los demás. Para ella, como para toda la Cataluña rendida a la episteme nacionalista, “igual” sólo significa “igual que los catalanes de verdad”. Y esto vale para la instrucción pública, para la atención pública, para la cultura pública, para la estética pública, para la ideología pública y hasta para la moral pública.

Si compites con una lengua que es objetivamente más útil, o sea el español, la única manera de ganar es eliminarla. Eso es la inmersión

Aragonès, que es como un generalísimo con pinta de autobusero, manda circulares ordenando al ejército pedagógico ignorar las sentencias del Supremo y dar clases como siempre, en el catalán de Colón y de Adán, y con el gusiluz espía pegado al chiquillo por si se le ocurre hablar en el apestoso español. Colau, sin embargo, no se rebela así, sargentonamente, sino que a mí me parece que sólo se comporta como si las leyes no existieran, como si fueran ajenas, sólo el chubasco de jueces y fachas que cae monótonamente tras el cristal machadiano, esmerilado de copos de suspiros, mientras la gente se dedica con amor a la repetición y la homogeneidad.

Lo que significa “igualdad” para Colau es que el catalán verdadero le está dando la oportunidad al charnego, al emigrante, al disidente, de compartir la catalanidad, de reeducarse en la catalanidad, de ser redimido en la catalanidad. La inmersión lingüística “no es un problema”, dice, pero sí lo es. Conlleva la obligación de enfocar toda la vida en la catalanidad porque, a menos que aprendas otro idioma, será difícil hacer nada fuera de Cataluña. Esto, ahora mismo, significa no poder hacer nada fuera del nacionalismo, que es, por supuesto, el objetivo. Ésa es la igualdad, la única posible. Tener que vivir en la catalanidad como esencia, como ideología y hasta como oficio. Salvo las élites, que siempre podrán escapar, como ha ocurrido toda la vida.

Colau habla de esta rendición, de esta resignación, de esta inevitabilidad, y parece que sólo está recitando la tabla de multiplicar o esas frases en las que tu mamá te mima, con su pedagogía pegajosa e hipnótica. La inmersión es un “éxito”, insiste Colau, por mucho que yo me acuerde de esos pequeños lores tarzanes, sorprendidos o enfurruñados en el mundo de lo no catalán, o de algunos profesores de lengua (lengua castellana) condenados al solecismo y a la sintaxis perdida o prorrateada entre los dos idiomas. Dice Colau, ella que intenta mediar en todo, que intenta equilibrar todo aunque sólo lo equilibre en su cabeza, como un sombrerito, que la educación pública en Cataluña ya “incluye el pleno dominio de los dos idiomas, el catalán y el castellano”. Me pregunto cómo y cuándo puede ser eso posible si se monta una resistencia por un 25% de clases en español y si el gusiluz espía no deja de acechar, asustando como con el coco de la señora Ferrusola. En realidad sólo quedan, aparte de los padres, la tele, internet y las plataformas como Netflix o HBO, ésas que tan urgentemente se van a catalanizar ahora, ya sabemos por qué. 

Aparte de la evidencia de que ningún español puede ser privado de ser educado en español, resulta que la inmersión lingüística en catalán sí es un problema, como lo es en euskera, en gallego, en bable o en klingon. La única manera de que un niño no sea un friki que habla sólo un idioma de leñadores, de adanes con guitarrita o de ranas extraterrestres es que sepa idiomas útiles. Pero el nacionalismo no quiere perfectos bilingües o trilingües, chavales con sus idiomas y su solfeo. En realidad, es mucho más sencillo: si no hay gente hablando la lengua de tu tribu, en la que defines tu tribu, te quedas sin tribu y, aún peor, sin el negocio de la tribu. Si compites con una lengua que es objetivamente más útil, o sea el español, la única manera de ganar es eliminarla. Eso es la inmersión. Claro que si uno piensa dedicarse al propio negocio del nacionalismo o del frikismo, el catalán o incluso el klingon son buenas opciones. 

Aragonés protesta y presenta armas, Sánchez toreará como siempre, ante su espejito de afeitar, y los tribunales, que decretan clases de español en España como una invasión, o estados de alarma ilegales que se vaporizan, yo diría que los ven en Cataluña y en la Moncloa como clubes de sumilleres, que hasta van vestidos un poco así y hablan de los terciopelos y los chocolates de la ley como los del vino, sin que a nadie más le importe. Pero nadie como Colau explica tan bien de qué va esto en Cataluña. Ella allí, como en su clase machadiana, con abrigos amontonados como nieve, con banderitas como luces de Belén, con el tinterito del idioma, con la lluvia eterna de la melancolía y el retorno; ella allí, agradecida de que a tantos se les permita ser como ellos, iguales a ellos, o sea iguales sin más. El que lo rechace, ingrato, merece ser expulsado o merece ser machacado.