La política de inmersión lingüística que la Generalitat impone desde hace años (y que otros gobiernos autonómicos están comenzando a replicar) es el mejor ejemplo de cómo el desarrollo del Estado autonómico ha degenerado en una dinámica centrífuga que amenaza los derechos, libertades e intereses económicos de los españoles. De la loable promoción de las otras lenguas españolas, hemos pasado a un arrinconamiento de la lengua común cada vez menos sutil y a un monolingüismo de facto en muchos ámbitos.

En relación a la cuestión lingüística, puede afirmarse que en Cataluña hemos vivido un experimento de posverdad avant la lettre. Las élites políticas locales, en connivencia con medios de comunicación y sindicatos, le han hurtado a la opinión pública un debate honesto y basado en hechos. Durante años hemos vivido bajo un falso consenso; quien se atrevía a cuestionarlo era anatemizado y condenado al ostracismo.

El nacimiento y espectacular crecimiento de Ciudadanos, en detrimento del PSC, vino a desmentir el mito del consenso sobre la lengua. Hoy en día, un PSC que quiere recuperar el terreno perdido se cuida mucho de apoyar la inmersión y se pone de perfil ante la polémica lingüística. Curiosamente, muy pocas encuestas han preguntado a los ciudadanos su opinión sobre la inmersión. La más seria fue patrocinada por Societat Civil Catalana y realizada por GAD3 en 2020, con resultados reveladores: cuando a los catalanes se les permite escoger entre diferentes opciones, la inmensa mayoría prefiere un sistema trilingüe (64%) o bilingüe (21%), y sólo un 9% apoya un sistema de monolingüismo escolar.

Los defensores de la inmersión repiten mecánicamente que el modelo de enseñanza catalán es un “modelo de éxito”, pese a que Cataluña obtiene resultados mediocres en las pruebas PISA y se sitúa por encima de la media española en fracaso escolar, fenómeno éste que afecta mucho más a alumnos de familias castellanohablantes y con menores niveles de renta. Para tranquilizar a los padres y a la opinión pública, se sigue asegurando que el modelo garantiza el dominio de ambas lenguas al finalizar la escolarización. Una afirmación que no está apoyada por ninguna evaluación seria con criterios comunes en toda España.

De la loable promoción de las otras lenguas españolas, hemos pasado a un arrinconamiento de la lengua común cada vez menos sutil

¿Cómo es posible que una política tan discutible y potencialmente nociva se haya sostenido durante tanto tiempo, protegida ferozmente de cualquier debate, convertida en un tabú? En ello sin duda ha influido el hecho de que las élites locales, tanto de izquierdas como de derechas, son mayoritariamente de clases acomodadas y catalanohablantes. Se trata de familias que pueden llevar a sus hijos a colegios en barrios de alto nivel de renta y con poca población inmigrante, a colegios concertados o privados. Se entiende que les resulte difícil empatizar con los problemas de las familias castellanohablantes a las que se les impone la inmersión.

Por debajo de todo el debate de identidades y emociones se esconden intereses muy prosaicos. El monolingüismo en la escuela y en la administración pública constituye una barrera de entrada para la competencia del resto de España y del mundo. Los puestos de funcionarios y las subvenciones quedan, con la excusa de promover el catalán, reservados para unos determinados grupos sociales. La defensa de la lengua se convierte en la excusa perfecta para cercar el cortijo, vivir del presupuesto público sin competencia, rendimiento de cuentas ni exigencia de calidad.

En la cuestión de la inmersión como en tantas otras, la irresponsabilidad de los partidos políticos nacionales y la dejación de funciones de los sucesivos gobiernos españoles es sangrante. La defensa de los derechos, libertades e intereses de los españoles se ha dejado en manos de modestas asociaciones civiles como la AEB, Impulso Ciudadano o Societat Civil Catalana. La reciente decisión del Tribunal Supremo, que viene a confirmar la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña reconociendo el carácter vehicular del castellano en la educación, ha sido un espaldarazo a la lucha que todas esas asociaciones llevan realizando desde hace años, con grandes costes personales y sin ningún respaldo político efectivo.

Cataluña es un pueblo bilingüe y con una identidad plural, gobernado por élites nacionalistas y furibundamente partidarias del monolingüismo. Los partidos políticos nacionales se han dedicado al apaciguamiento, a la negociación y al pacto con esas élites, traicionando en reiteradas ocasiones a su propio electorado. Mientras no se respeten la lengua, la identidad y los derechos de millones de catalanes, la política lingüística seguirá generando conflictos y seguirán emergiendo proyectos políticos que intentarán paliar ese grave déficit democrático.

La política de inmersión lingüística que la Generalitat impone desde hace años (y que otros gobiernos autonómicos están comenzando a replicar) es el mejor ejemplo de cómo el desarrollo del Estado autonómico ha degenerado en una dinámica centrífuga que amenaza los derechos, libertades e intereses económicos de los españoles. De la loable promoción de las otras lenguas españolas, hemos pasado a un arrinconamiento de la lengua común cada vez menos sutil y a un monolingüismo de facto en muchos ámbitos.

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