Antes de que lleguen los campanazos de campana de estuche de turrón con los que España se despierta cada año de la pesadilla del año anterior, los políticos se sienten en la obligación de hacer su balance, su discurso de cucharilla y champancito, como si fueran Antonio Banderas. Lo ha hecho Sánchez desde el facistol de la Moncloa (ese facistol como bizantino que yo creo que echa de menos al patriarca que era Pablo Iglesias); lo ha hecho Pablo Casado desde un fondo de telas, frío y soledad, como un Niño Jesús de almanaque o de balcón; y hasta lo ha hecho Ayuso como subida a una caja roja de botellines, que ella cuando zurra a Sánchez parece que lo hace entre el mitin callejero, el inventario de almacén y el reparto de su propia cerveza. El balance, en realidad, ya lo tiene hecho cada español. Aunque dudo que nadie salvo el presidente haya sacado la conclusión de que “la pandemia no ha sido un freno, sino un acelerador”. Le faltaba la zambomba como a Casado le faltaban unas manoplas.

Los políticos hacen balance, como en la canción de Mecano (Mecano se ha ido haciendo odioso con el tiempo, como las nocheviejas de Martes y Trece o las nocheviejas en general). Los barones incluso grabarán su discurso de fin de año en la tele autonómica, donde parecen siempre sirenas del cava o reyes magos municipales. Tratan todos de imitar al Rey, claro, cosa que a uno le parece un error, porque los reyes están entrenados en el espumillón, como Norma Duval, pero a los barones el espumillón les queda como a Rappel. Además, este año, al Rey Felipe lo han empujado como al desván, con las bombillas fundidas y los renos descornados de todas las Navidades anteriores. El Rey va a terminar siendo un mendigo de cena con mendigo de la Navidad o de la democracia, que a lo mejor es lo que busca el sanchismo.

Estos discursos de fin de fiesta, de vals de las velas, suelen ser tristes y ridículos, pero hay años en los que ponerse alegre o siquiera optimista es mucho más que una descortesía, es un insulto. “Estamos mejor”, decía Sánchez como un atropellado convaleciente, todavía con la escayola hasta el cuello, como Mortadelo atropellado. “Estamos mejor” parece un latiguillo de López Vázquez con achaque de oficinista o de Jack Lemmon con collarín, pero es lo que nos ofrece este Gobierno que se limita a esperar sentado y con rascador, como en La ventana indiscreta. Sin embargo, a algún asesor le pareció poco resultón eso de estar mejor, como nuestra tía reumática, y añadió cosas como que “la pandemia no ha sido un freno, sino un acelerador a la hora de impulsar reformas”. Sí, ahora es como si fuéramos en una silla de ruedas de carreras.

Los discursos de fin de fiesta suelen ser tristes y ridículos, pero hay años en los que ponerse alegre o siquiera optimista es mucho más que una descortesía, es un insulto"

Estamos mejor y no hay mal que por bien no venga... Definitivamente, Sánchez es nuestra señora vecina con lumbago, loro y un cupón besado igual que el nieto o sorbido igual que la sopa. Al final no era tanto López Vázquez sino Chus Lampreave. En cuanto a Casado, el discurso de la catástrofe no sólo lo ve uno más certero, sino más elegante. El pesimismo es elegante, de una elegancia pesada aunque sea fúnebre, como un candelabro o como un senador romano de muchos plisados condenado al puñal o a la cicuta. Pero Casado no fue novedoso ni imaginativo (sus discursos y sus metáforas parece que se los escriba Lisa Simpson con formato de receta de cocina, ese tópico de la redacción escolar), y así hasta la elegancia se apaga.

Casado retrató a Sánchez con tres palabras marmóreas, “arrogancia, incompetencia y mentiras”, que no es que sean inexactas pero a uno le parecen como perezosas, sin gracia, sin gancho, sin efecto, como las tres palabras sobre el pecado y el infierno que el cura repite siempre con la mano en llamas pero que no asustan a nadie. Casado hizo su balance para contestar al de Sánchez, no era tanto la obligación de resumir el año en un soneto de cementerio como la de salir a dar la réplica antes de que el personal se volviera a olvidar de él. Fue curioso cómo situó el comienzo del ascenso del PP en la mayoría absoluta de Feijóo, por no poner la raya, el trofeo, en Ayuso. Pero la mayoría de Feijóo es una mayoría de abonado, como el abonado de plaza de toros, sin emoción ni mérito, mientras que Ayuso sí ha sido una revolución que ha llegado hasta el estrellato pop, como una Marilyn de chicle. Hasta soplando la última vela del pesado candelabro de su año y de su pesimismo, Casado seguía siendo alguien que tiene más miedo a Ayuso que a Sánchez.

Ayuso, claro, también salió, porque sigue siendo la reina de la cabalgata, para los plumillas, para Wyoming y para el mismo Casado. Ayuso tenía que saludar desde el balcón o desde la caja de botellines que decía yo, no a Sánchez ni a las cámaras sino a la gente (uno sólo se sube a una caja de botellines si lo pide la gente, es una medida del éxito mayor que el facistol con cruz rusa de Sánchez y que el logo de Génova de Casado, que le queda como un móvil de pájaros para una cunita). Ayuso confrontó con Sánchez con agravios, pellizcos y tono de caja registradora o de máquina de lanzar pelotas, y se dedicó a ella misma sus besos de cine mudo (“Madrid tiene la mejor sanidad de España”). Yo creo que la gente le sigue celebrando más la actitud que el discurso, que tampoco es que tenga mucho discurso la violetera con ojos robados a una aceitunera. Pero, arremangada sobre la caja de botellines, hace más oleaje que Casado desde su caja de polvorones con almanaque de Niño Jesús de Praga.

El año se va, en fin, y los políticos se sienten obligados a hacerle el balance y el cotillón y a vestirse un poco de Cristina Pedroche, o sea de col deshojada o de visón despellejado. Yo creo que nadie atiende ni se cree esos balances partidistas. Con Sánchez otra vez de solapa plateada, de esmoquin de casino, de Nochevieja de crucero, a mí me dio por acordarme de esa anécdota, que creo que contaban en Clásicos Populares, de alguien que tenía la costumbre de despedir el año, simple y discretamente, escuchando el Vals triste de Sibelius. Ojalá nos bastara con la elegancia del pesimismo, pero no.