“En España el negacionismo político también existe”, ha dicho Sánchez desde la pecera de la SER trasladada a sus habitaciones, que es como si lo entrevistaran en el jacuzzi, acompañado de Mirós de cuarto de baño como los de la banda de Jesús Gil. No se refería a esos de Vox acojonados por el chis, el comunismo o la roncha que deja la vacuna, como toreros de paquetón de algodón con más miedo a la aguja que a un Victorino. No: se refería a no aplaudirle su reformita laboral o no aplaudirle a él, simplemente. Para Sánchez, la derecha no sólo está fuera de la democracia, sino de la ciencia. Llevarle la contraria en sus políticas ya no es sólo antipatriotismo, o fascismo con águilas orogénicas del Valle de los Caídos, sino algo así como terraplanismo. Negarlo a él es negar la gravedad, la evolución, la inteligencia y los propios ojos. El problema es que, si fuera así, el primer y mayor negacionista político sería él, que se ha desdicho y contradicho en todo bajo el mismo Miró de revoloteantes zurullos.

Sánchez, desde su jacuzzi rebosado, como de un Arquímedes ágrafo con jacuzzi, no deja sitio para nada más que él, le sobra el resto de la política, de las ideas, del mundo, de la gente. Ha llegado a esa sencillez perversa de que toda verdad y toda moral están contenidas en él, incluso aunque él mismo se lleve la contraria, se rectifique, se niegue, deshaga lo hecho y afirme haber hecho lo que nunca hizo. Pero esto nunca podría ser ciencia, tendría que ser, como mucho, religión. Así que lo de la oposición no sería superstición, sino herejía. No es que el PP sea equiparable al magufo, al lechecrudista, al horoscopero con estrellas de tachuela y constelaciones de alambre, frente a la ciencia como de dentista guapo de Sánchez. Sería más exacto decir que los de la oposición son infieles y apóstatas. Aún más, como la religión sanchista pretende ser una religión de Estado, ser infiel y ser traidor son la misma cosa. No se puede decir que no sea una solución sencilla, de una sencillez y una sedosidad terribles, como de faraón o de Calígula.

El sanchismo no podría ser ciencia porque no tendría más método que el caos, porque ignora la evidencia y porque Sánchez es por definición infalsable

Este Sánchez faraón de palanquín y de bañera con patas de hipogrifo, emperador con volutas de racimo y caballo ministro (pueden pensar en muchos, y además es un icono que nos lleva otra vez a Gil, igual que el Miró como un retrete de mil chorritos) quizá les parezca a ustedes una exageración. Yo creo que ni de lejos. Yo diría que el sanchismo capaz de decir estas cosas que parecen de zarza ardiendo, una zarza de banderas y de ficus de despachito, sería un monoteísmo superior a los que conocemos. Hasta santo Tomás admitía que hay cosas que ni siquiera Dios puede hacer: por ejemplo, que lo que ya pasó no haya pasado o que una contradicción lógica no lo sea. Pero esto es justo lo que Sánchez hace todo el tiempo. Sánchez no es un apolo o un caligulín de albornocito, sino que habría superado la teología escolástica, la aporía de la omnipotencia, y sería más Dios que Dios. A uno, la verdad, le parece demasiado incluso para haber salido del pesebre de un Peugeot.

Volvamos a poner los pies en la tierra, porque Sánchez no es un dios con bucles y lira, ni el Dios circular de la ontología, ni el Dios en pantuflas de las viñetas, sino un demagogo que después del vendepeines de Iván Redondo ha optado por unos asesores vagos y como colilleros o ropavejeros. En los tiempos de Iván Redondo, aun con su filosofía de galletita de la suerte, se llegaban a inventar términos que luego han terminado hasta en el diccionario de la RAE, que los señores académicos llenan cazando pajarillos en sus sillas de fraile. Por ejemplo, eso de “nueva normalidad”, todo un hallazgo. Los asesores y propagandistas de ahora no lanzan sus propios pajarillos para que los pille el académico o el votante, sino que se limitan a regurgitar las palabras que ya maneja la gente, sus connotaciones positivas o negativas ya muy usadas o sudadas igual que sombreros prestados. Aplicarle al contrincante eso del negacionismo como garrotazo invencible tiene la misma originalidad y el mismo sentido que aplicarle lo de tsunami (la palabra tsunami marcó toda una época, como la palabra guateque).

Afortunadamente, la política todavía no es una ciencia, aunque los de letras insistan en poner la palabra dignificadora en las fachadas de sus facultades de creencias flamígeras. Afortunadamente, la política sigue siendo una opinión, una opción, una solución, un modelo, una visión, o mejor dicho muchas opiniones, opciones, soluciones, modelos, visiones, que pueden y deben convivir, o no habría libertad. La ciencia es un método, no una conclusión, y se basa en la evidencia y la falsabilidad. El sanchismo no podría ser ciencia porque no tendría más método que el caos, porque ignora la evidencia y porque Sánchez es por definición infalsable. Tampoco podría ser religión a pesar de las maneras, encajitos e idolatrías de dolorosa sevillana que se gasta Sánchez, porque no hay teología que pueda dar cabida a un Dios nihilista.

Sánchez nos dice que él es la verdad, la luz, la ciencia, la vida, incluso después de dos años doblegando la misma curva seis veces. Sánchez nos dice que no se le puede negar sin incurrir en falsedad o en sacrilegio, pero Sánchez es un negacionista de sí mismo y si fuera coherente tendría que ser el primer hereje en quemarse por los pies y el primer falso científico en quemarse por la barba. En la pecera de la SER o de la Moncloa, Sánchez seguía aguantándolo todo, como el Miró de cuarto de baño aguanta sus moscas y arañas de manchurrones o de efluvios.