Mario Draghi recibió a Pedro Sánchez la semana pasada y lo llamó Antonio. No fue como si llamara Antonio a un presidente que no se llama Antonio, sino como si llamara Antonio a un camarero que no se llama Antonio. “Grazie, Antonio”, le dijo con tono de soltarle la propina muy ceremoniosamente, como unas arras de boda de folclórica. “Gracias, Antonio”, repitió la traductora, cosa que lo hacía más ridículo o quizá más serio, como si esa segunda vez se convirtiera ya en bautizo oficial. El presidente que no se llama Antonio no dijo nada, como los camareros que no se llaman Antonio, claro. Igual que Draghi lo confundía con el camarero, en la cumbre de la OTAN lo confundieron con el aparcacoches, que es lo que parecía Sánchez en la foto, el último ahí al fondo a la derecha, donde la puerta de los contenedores. El presidente se diría que tiene el nombre intercambiable de la gente intercambiable. Yo creo que Pedro Sánchez no es que se llame Pedro o Antonio, sino que se llama como tú quieras. 

Recordando todo lo que ha dicho y desdicho, hecho y deshecho, jurado y perjurado, Sánchez podría llamarse efectivamente Antonio, sin ninguna contradicción con que todos le hubieran llamado Pedro hasta ahora. Podría llamarse Antonio desde siempre, o llamarse Antonio desde hoy, o desde hoy llamarse Antonio desde siempre. Es más, podría asegurarnos que llamarse Antonio hoy sigue una “línea de continuidad” con haberse llamado Pedro antes. Quizá antes no dormía tranquilo con eso de que lo llamaran Antonio, pero las cosas han cambiado. O, simplemente, resulta que Sánchez se llama Pedro si tiene que llamarse Pedro, se llama Antonio si tiene que llamarse Antonio, y se llama Azofaifa si tiene que llamarse Azofaifa. Me llamo como tú quieras, que decían las clásicas o los clásicos que ya venían con nombre inventado y fantasías intercambiables como pelucas o como pestañas.

Sus socios de Gobierno vienen con malevaje internacional y nadie se fía de él. Por la OTAN, a Sánchez deben de mirarlo como al espía vestido de lagarterana de Gila

Draghi lo llama Antonio y quizá no está tan mal como fantasía. Antonio como una colonia de Antonio Banderas, como Marco Antonio ante Cleopatra, con los pezones de los dos atravesando las corazas doradas como arietes de carnero; como Antonio el Bailarín dando caderazos en el Congreso y ligándose a las flamencas de encima de la repisita y de la televisión. Pero lo importante es para qué sirve llamarse Antonio. Si llamarse Antonio le sirve a uno para que le dejen jugar con los mayores en la cumbre de la OTAN, pues se llama uno Antonio, o se llama uno Natacha si hace falta. Lo que ocurre es que en esa foto de la OTAN a Sánchez parecía que le habían dado los canapés, esos canapés con banderita que seguro que ponen allí. Sánchez ya había tenido que llamarse por aquí Andoni, Antoni y Antonov, todo a la vez, y al menos eso le ha servido para mantenerse en la Moncloa. Pero Sánchez se quedó callado cuando lo llamaron Antonio como un camarero, y con el Antonio camarero se ha quedado en lo de la OTAN. Si antes ya lo tenían por cubano o algo así, por su moreno y por sus socios, ahora será definitivamente un camarero salsón. 

Por ahí fuera no conocen a Sánchez, o lo confunden, o lo ningunean. Biden huía de él como de un vendedor de clínex de semáforo, Trump lo mandó sentarse con un dedo, como a un caniche (Sánchez obedeció al instante); y hasta Mohamed VI le toma el pelo con la correspondencia, como si nuestro presidente fuera el ingenuo petimetre de Las amistades peligrosas. Sí, no pintamos mucho en el mundo, no tenemos poderío económico ni militar, ni tampoco parece haber demasiadas luces en el cuarto de mapas de la Moncloa, así que vamos por ahí como sólo con una guitarra de metro londinense y el caracolillo de Estrellita Castro en la frente, cayendo del sombrero de ala ancha con cierta cosa jaredí. Con Sánchez es aún peor, porque sus socios de Gobierno vienen con malevaje internacional y nadie se fía de él. Por la OTAN, a Sánchez deben de mirarlo como al espía vestido de lagarterana de Gila

A Sánchez, por ahí fuera, le dan la bandeja, le dan maracas, le dan el abrigo, le dan un euro con pelusa o le dan esquinazo como a un gafe o a un gorrón. No lo conocen, o quizá lo conocen demasiado bien, al menos todo lo que se puede conocer a alguien que no tiene más sustancia que la volubilidad. La verdad es que aquí tampoco podemos decir mucho más. Sánchez un día es Pedro, otro Antonio, otro Nicolasito, otro Frankenstein, otro santa Teresa, otro Rambo, y otro día cualquiera puede negar todo eso y ser Pietro o Álex o Azahara o Carla o Lulú. Sánchez se llama como tú quieras, aunque a veces le funciona y a veces no.

Mario Draghi recibió a Pedro Sánchez la semana pasada y lo llamó Antonio. No fue como si llamara Antonio a un presidente que no se llama Antonio, sino como si llamara Antonio a un camarero que no se llama Antonio. “Grazie, Antonio”, le dijo con tono de soltarle la propina muy ceremoniosamente, como unas arras de boda de folclórica. “Gracias, Antonio”, repitió la traductora, cosa que lo hacía más ridículo o quizá más serio, como si esa segunda vez se convirtiera ya en bautizo oficial. El presidente que no se llama Antonio no dijo nada, como los camareros que no se llaman Antonio, claro. Igual que Draghi lo confundía con el camarero, en la cumbre de la OTAN lo confundieron con el aparcacoches, que es lo que parecía Sánchez en la foto, el último ahí al fondo a la derecha, donde la puerta de los contenedores. El presidente se diría que tiene el nombre intercambiable de la gente intercambiable. Yo creo que Pedro Sánchez no es que se llame Pedro o Antonio, sino que se llama como tú quieras. 

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