En mi adolescencia tenía la sensación de que todos a mi alrededor eran eternos. Los mayores gozaban de buena salud y rebosaban actividad. Empecé a temer que desaparecieran a la vez y me quedara sola de repente. En aquella época todo parecía tener un orden: morían primero los que primero nacieron. Así hasta que un cáncer prematuro se llevó a mi padrino apenas rebasada la cincuentena. 

Pero ha sido en el entorno de mis amigos donde el mundo se volvió del revés. Los jóvenes se quedaron así para siempre. Tengo la sensación de que cuento con una pandilla paralela entre los ausentes. En verano suelo acordarme de los viajes que emprendimos juntos. Son viajes que nunca más podremos repetir tal y como los hicimos, pero en mi mente se quedaron grabadas escenas que revivo con frecuencia. 

De esos compañeros de viaje con los que me he encontrado en la vida Julio es uno de los que más me ha impactado. Julio desbordaba vitalidad, y tenía tanta energía que parecía ubicuo. Quería estar siempre en varios sitios a la vez y en ocasiones lo lograba. Disfrutaba aprendiendo, sobre todo de las experiencias, y sabía encontrar un tesoro en cada ser humano con el que coincidía.

Tendemos a idealizar a los que no están pero también recuerdo por qué discutía con él. Siempre quería quedar bien con todo el mundo, no por hipocresía sino porque huía del conflicto. Cuando nos conocimos, los dos éramos jóvenes, él cinco años menos que yo, y nos identificamos fraternalmente. Veía en mí algo que yo nunca veo y eso me gustaba. 

Con Julio y un amigo común, Juanjo, emprendimos un viaje a Cuba sin pensárnoslo mucho. Aterrizamos en La Habana donde paramos en un hotel cómodo pero sin lujos, con ese aire decadente que nos encandilaba. Nos perdimos por la ciudad y hablamos con sus gentes. Algunos hablaban sin parar, muchos reclamaban dinero y no pocos ofrecían sexo. Recuerdo cómo unos chavales casi de nuestra edad nos dijeron: “¿Qué queremos? Queremos lo mismo que vosotros: esa ropa, ese reloj, y mejor aún poder viajar donde nos apetezca”. Julio asintió. Años después aún hablábamos de aquella charla espontánea. 

Visitamos los mercados que frecuentan los cubanos y acompañamos a una jovencita a la casa de latón que compartía con sus dos criaturas para ayudar a llevarle algunas viandas. También entramos en algún paladar (en realidad era una casa particular donde ofrecían lo mejor que tenían para obtener dólares). Los cubanos solían presumir de ser muy aseados: uno de nuestros anfitriones no entendía cómo un cliente al que había cortado el pelo se había negado a ducharse después en su casa. 

De aquella excursión lo más memorable fue el viaje a Trinidad en un Cadillac destartalado que conducía quien decía ser ingeniero nuclear con necesidad de ingresos. Lo primero que hizo fue llenar el maletero de neumáticos. Por los “ponchones”. Se refería a los pinchazos porque el camino estaba malamente asfaltado. Empleó todo el material y tuvo que adquirir más. De Trinidad recordamos la música que lo invade todo. En la isla es así en general. 

Años más tarde estuve con Julio en Nueva York pero nos desplazamos poco, salvo alguna excursión por la ciudad. Pero la magia de estar con él se daba aunque fuera en un paseo por Central Park. Me negué a aceptar que ya nunca más le vería y durante mucho tiempo soñaba que me llamaba por teléfono y volvíamos a emprender una aventura. A veces le veo en los ojos de su madre Antoñita, en la bondad de su hermana Ana o en la pasión de su hermano Juan. 

A Svetlana le había hablado de Julio porque cuando nos conocimos  en la capital de Bulgaria, donde vivía, él trabajaba en Nueva York. Casualmente podía ayudarme como intérprete y gracias a ella la cobertura de aquellas elecciones en las que competía el rey de Bulgaria quedaron decentes. Svetla se enfadaría si fuera tan modesta. Venía cada mañana después de haber visto nuestra crónica y presumía orgullosa de lo que habíamos hecho juntas. Congeniamos y quisimos mantener la amistad. Vino a Madrid, ciudad que le encantaba, varias veces. Su español, aprendido en el colegio y perfeccionado en Cuba, donde había vivido, era excelente. Sonreía con una dulzura infinita y sus carcajadas tenían música.

Después de perderle la pista mucho tiempo, reapareció muy baja de ánimo y luego enferma de cáncer. Nunca supe qué le había ocurrido. Intenté acompañarla en ese viaje porque también Svetla estuvo conmigo, a distancia pero muy cerca, cuando pasé las quimios. Hicimos planes.

Ese verano me enseñaría la Bulgaria desconocida, sobre todo la costa. Y escribiríamos un libro a cuatro manos sobre nuestros amores perdidos. En la última fase de su enfermedad Svetla se había enamorado de su médico, lo que me pareció un estupendo giro de guion. El doctor no supo nada de estos desvaríos nuestros. Solo le llamé para decirle que Svetla nos había dejado plácidamente un maldito día de junio. 

Tampoco disfrutó de ese verano Carmen, que apuró su vida hasta el último segundo. El año anterior, ya muy débil, quiso hacer el recorrido en tren por el Cantábrico. Lo disfrutó tanto como la visita a Almagro que compartimos con ella. Cuando tenía que parar, paraba discretamente pero siempre con una sonrisa. Si tenías un problema, sabía cómo quitarle hierro. Carmen no se lamentaba de su mala suerte, sino que intentaba aprovechar todo lo que podía hacer mientras podía hacerlo. 

Echo de menos cada día a estos compañeros de viaje. Son mis ausentes. Mis almas gemelas, allá donde estén.