El cielo de Cuba se descascarilla en azul como las paredes de La Habana, como los coches de La Habana, azules coches fúnebres huecos por dentro como las casas de La Habana, sostenidas por sus cañerías al aire y por esos mismos coches aparcados no para moverse luego, sino para que no se caiga La Habana entera, que es una sola tapia. Aunque ésa es la estampa capitalista, americana, claro. Los americanos retratan La Habana como si se les hubieran podrido allí sus años 50, con esos grandes y viejos coches de autocine en calles convertidas ya en cementerios de coches y con una única gasolinera, seca o falsa como su surtidor de sifón, de pueblucho estadounidense. O sea, que los yanquis retratan en La Habana su propia decadencia. Los yanquis o los fachas españoles, que lo mismo da. Pero lo que hay allí es el socialismo vivo haciendo enredaderas en las calles, y es lo que los capitalistas confunden, ciegos, con ruina.

En La Habana, allí, para protestar contra la persecución, contra la represión fascista del Estado español

El cielo de Cuba nieva sol o zumo sobre las palmeras y cae sobre la copa de la chica, toda la luz de Cuba y de aquella chica resbalando hasta ese mojito como un combinado de ombligo y ron. Es una manera de envenenar al capitalista, así que está bien. Un mar de lima, la piel de fondo marino de esa chica, la playa extendida como su mapa, esa libertad del cuerpo y la naturaleza como la libertad que da, al fin, la historia. Aquella playa le recordó a las suyas. Las suyas aún hay que excavarlas, aún hay que trabajarlas como si las araran, como para sacar cereal de la sal, que así se trabaja la conciencia del pueblo, de la nación. Plantar cruces en sus playas, que no son muertos sino raíces de conciencia emergiendo de la tierra profanada por lo español. Sembrar de pueblo hasta el horizonte, o fabricar el mismo horizonte como una cabaña. El orgullo de ese trabajo de sol y hermandad, de jornalero o de soldado tomando por su colina lo que la historia le debe, ante el temor y el odio de los fachas, expulsados como hacia el desagüe del mundo y del verano casi por una ley natural, por pura escorrentía, que así es la voluntad del pueblo catalán. Esa pureza ya estaba ganada en esa playa de La Habana, donde los pies no dejan ni huella. Qué hermosura, qué envidia.

Azules verdes, verdes amarillos, sombra del verano como la de una bandera. La bandera de Cuba, en la que se basó la Estelada, y en la que aún se mira su lucha, su Revolución. Allí, en La Habana, la libertad como sábanas tendidas con agujero, la libertad como un pecho que se sale de la única ropa que se tiene, la libertad como un hambre escogida por nobleza. Esa libertad que sólo da el pueblo unido ante su destino, revelado por un líder, que no un amo. Los capitalistas no entienden esto. Ni que el bien común esté por encima del egoísmo de los derechos personales. Ni que la dignidad pueda más que el dinero. Ni que la democracia real, una vez sustanciada en la voluntad definitiva del pueblo, se exprese casi como un silencio, como se expresa la belleza de ese atardecer en La Habana, con sombras volcadas con capachos igual sobre los puestecillos arrasados de los pobres que sobre los muslos generosos de la orilla.

Cómo le recuerdan los murales de La Habana, esas siluetas de humo y metralla del Che, a las otras siluetas de los presos políticos y los exiliados

Azules rojos, blancos azules, una bandera que flamea como esas olas, como la voz del líder o de los héroes del pueblo. Cómo le recuerdan los murales de La Habana, esas siluetas de humo y metralla del Che, a las otras siluetas de los presos políticos y los exiliados, allí donde la República ha tomado las calles como un viento antiguo, poderoso, irresistible. Esos murales de La Habana en paredes como bombardeadas por el capitalismo, por el trabajo de demolición de los fachas, ante las que pasea la pureza de un pueblo en sandalias, en bicicletas con ruedas desdentadas por la honradez y la perseverancia, con perrillos haciendo sombras de dragón y con nueces de pescuezo haciendo sombras de puño. La gran paciencia recompensada, la felicidad con su simplicidad y justicia de mendrugo y hueso. Aunque para los ricos catalanes no será así.

En La Habana, allí, para protestar contra la persecución, contra la represión fascista del Estado español. En el Foro de Sao Paulo, con la presencia leonada de Maduro, con el perfil de afilador macabro de Daniel Ortega. La izquierda gordiflaca de Latinoamérica, sus populismos, dictaduras y amazonismos contra el capitalismo, el imperialismo, el facherío de USA, de Europa, de España. Miraba ese cielo azul de helado azul, ese iceberg de luz, esa carne de mujer de azúcar en una copa, esa arena de paz y fin, suculenta y amarilla como una paella marinera. Al lado, hoteles como veleros y trasatlánticos como jardines babilónicos. El verano daba sed de cubata y de pechos de cocos y de sal en los labios y de lujo vegetal en las manos. Y el líder de la izquierda independentista dejó de mirar el cartel del escaparate y entró por fin, chancleteando, en la agencia de viajes.