Griñán es un triste y los tristes, con más razón que los buenos, no pueden cometer delitos. Griñán es un viejo, con su esqueleto de madera barnizada, como una diligencia, con su cazoleta de madera tallada, como un indio de madera, y su libro de madera, como un cuentacuentos, y los viejos no deberían ir a la cárcel, donde se mueren como secuoyas arrancadas. Griñán es el abuelo de Heidi o el abuelo de Up, el abuelo en todo caso de todas las mitologías y todas las infancias, con su barba como nieve de un paisaje de bola de nieve, con su gran bolsillo de cornucopia, con el dulce agrio y de distancia que guardan todos los viejos, un poco queseros de los sentimientos, y con la sabiduría acorchada que ha ido acumulando por sedimentación. No sé si Griñán es más triste que viejo o más torpe que bueno, pero a mí me parece que ésa es ahora toda su defensa, que es bueno por somnolencia y que es inocente por triste. Que hay, en fin, quien no tiene cara ni edad de haber malversado, sólo de ponerle una ermita. Los millones que pasaron por sus manos deben de haber sido sólo arena de su reloj de arena.

Sobre las rodillas de buenos abuelos, buenos padrecitos y buenos señoritos ha transcurrido toda la historia de miseria del andaluz, así que esa iconografía de yayo con regaliz o de santo limosnero a uno no le impresiona nada. Incluso es más bien siniestra, más de hombre del saco o viejo con gabardina que de san José socialista. En realidad, a Griñán todo eso de la imagen de viejo bueno de las montañas o de la librería le sobra. De Griñán no sé si dicen que es honrado porque va con coderas o es bueno porque lee o hace galletas con las gafas en la punta de la nariz, como si fuera la abuela de Caperucita, pero es un recargamiento innecesario. En Andalucía no hacía falta ser canoso, leído, melómano y lento de párpados, bastaba con ser socialista.

Ir de socialista failuno y sandalio... a uno no le parece señal de honradez, sino de recochineo

La verdad es que en Andalucía, por demasiado tiempo, un socialista no podía hacer nada malo, y si acaso lo hacía siempre era por el bien del pueblo. Era por el bien del pueblo en esos puticlubs con neón de banana split de tetas, entre cubatas de duralex, torres de champán de putas eslavas y coca como matacucarachas por las esquinas. Con mucha más razón iba a ser por el bien del pueblo con un señor de mecedora ferroviaria, libro de mosquetero y gramófono a manivela. Ir de socialista frailuno y sandalio, con cordoncillo de pobre y cantorales de gregoriano, justo en ese imperio del socialismo que asaba vacas con billetes, putas con Ducados, amigos churreros con cuponazos a cargo del presupuesto y pueblos enteros con millonadas de subvenciones y gracias, a uno no le parece señal de honradez, sino al contrario, de recochineo.

Griñán lleva siendo viejo y triste hace mucho, es algo así como Manuel Alexandre, ese actor que ya se moría de viejo en las películas de Parchís pero que vivió hasta 2010. El personal parece que conoce mucho a Griñán y enseguida sale a decir que por él pondría la mano en el fuego, su fuego de viejo de castañas; que es honrado porque no se ha llevado nada para él, y que es buena gente, ahí con su cosa de maestro jubilado, de maestro de Parchís en una Andalucía llena de niños de Parchís. Yo no sé de qué conoce tan bien la gente a Griñán, si los ha montado en caballito o les ha leído cuentos, pero a Griñán se le conoce mejor por lo que ha dicho y hecho. Yo recuerdo el discurso de su investidura, después de la patada a Chaves por los mismos ERE, y en el que soltó una cosa como ateniense u olímpica, o simplemente naif. Cuando uno vio que Andalucía seguía funcionando igual, aquel señor con somnolencia de estatua y el gorro de dormir de Pericles se me descubrió más como un hipócrita de ateneo que como un nuevo tipo de gobernante ilustrado en la Andalucía de las moscas y los mendrugos.

Griñán, que debe de ser buena gente por las pantuflas y sabio por el gorro, dijo e hizo muchas cosas después, pero nada que me hiciera pensar que fuera mejor persona o mejor político que Chaves o Susana o cualquier otro en esa máquina de poder y dominio que era el PSOE andaluz. A esa máquina, la prensa crítica la llamábamos Régimen, no porque fuera un gobierno ilegítimo sino porque usaba lo público como partidista y lo partidista como público sin distinciones y sin pudor. Ahora el Supremo lo ratifica y algunos todavía andan peinándole a Griñán la barba de Papá Pitufo. Lo que más me separaba de ese Griñán honrado, bueno y con los bolsillos llenos sólo de caramelos de café con leche, es que nadie así de honrado, de bueno y de acaramelado podría gobernar sobre ese imperio de 40 años, mil tentáculos y mil mafias. Cuando Griñán declaró en la comisión de los ERE, ya no tuve ninguna duda.

A Griñán, ya con los párpados como otra barba hasta los pies, el Supremo le ha ratificado la sentencia de cárcel o de cajón, que algo así ha dicho él, que eso ya será el fin de su vida. Griñán, un triste, hace de su propio enterrador, con lo que creo que culmina su iconografía de santo bueno y mártir, cargando con su cruz o su parrilla. Pero esa iconografía ni me impresiona ni me la creo. Lo único que podría haber hecho inocente de malversación a Griñán (eso que deben de estar ahora redactando en sus votos particulares dos jueces) sería el desconocimiento del sistema perverso que él proveía de dinero. Desconocimiento a pesar de que las advertencias de la Intervención se dirigían a él. Desconocimiento a pesar de que era él quien tenía que rellenar los agujeros del presupuesto cuando el dinero del fondo de reptiles volaba. Desconocimiento del cortijo, estando en su Gobierno.

Griñán está viejo y triste como un percherón viejo y triste que siempre pareció viejo y triste, y su única excusa sería el desconocimiento, especie de chochera prematura e increíble. Hay algo más, que no lo hace inocente pero sí comprensible. Pienso en que el sistema, el Régimen perfecto, seguramente había corrompido tanto al pueblo y a sus gobernantes que comprar poder usando dinero público a capricho no le parecía ilegal ni torpe ni raro a nadie. Sería un poco como la banalidad del mal de Arendt, a la escala del cortijo socialista andaluz. El mal y el delito siguen ahí, pero Griñán, funcionario mediocre de pupitre y codera, podía cometerlo con la sensación de que sólo pegaba sellos. Aún se sentiría buena persona aunque triste, viejo aunque orgulloso, inocente aunque condenado. Todavía hay quien vive y defiende esa perversión, dentro y fuera de Andalucía, y mece a Griñán para el cajón o para el indulto.