Laura Borràs ya es otra perseguida, otra santa, con su cosa de santa Isabel de Portugal, santa nacional, patrimonial y grandona, de talle y frunce altos como una bandera. Nos vamos a quedar sin corruptos y sin políticos, que todos al final aspiran a la santidad, al martirio y a una basílica que guarde su sangre vítrica con iluminación más de perfumería que de milagro. Borràs, a la que el TSJC ha abierto juicio oral por trocear contratos como un pan de Santa Cena, ha dicho que la han suspendido como presidenta del Parlament “cinco diputados vestidos de jueces hipócritas”, que suena casi a nombre de cofradía. Parece que la Mesa sólo ha cumplido el reglamento, pero la santa con estigma de fresas y desmayo plisado a lo Bernini asegura que han aplicado “el derecho del enemigo”. Antes, ya había dicho que todo era una “persecución política”. Así, a golpes de romanos en conserva, de israelitas que se frotan las manos como una mantis, de jueces como levitas con levita o de gente disfrazada de juez como de Poncio Pilatos, la van empujando hacia el Cielo, la Madrugá o la hornacina. La única manera de que pague uno de estos políticos piadosos va a ser que lo fulmine un rayo.

Esta religión no sólo se pasa por la teología y por el negocio, sino también por la sentimentalidad

Vamos a tener que concluir que la corrupción no existe, que es sólo otra religión con otra moral, otros rollos sagrados y otros rollos litúrgicos, esa religión en la que, ahora, Borràs, Puigdemont, Junqueras, Chaves y Griñán harían como un calendario de santos de caja de ahorros o de caja de polvorones. Beatos de los pobres, beatos de la patria, beatos de palacio obispal, beatos de cepillo dominical, el caso es que todos son beatos con buenas razones, buenas calvas, grandes crucifijos en el pecho, como aspas de molino, y a veces grandes cervices criadas por el magisterio o sus disculpables debilidades. Esta religión no sólo se pasa por la teología y por el negocio, sino también por la sentimentalidad. El nacionalismo es corrupción, como se ha visto; el socialismo andaluz era corrupción, como se ha visto, pero convertidos en religión de marineros y pastores sólo parecen villancicos.

Yo estoy con las comparaciones santas y piadosas desde que Sánchez, y también su nueva portavoz orgánica, Pilar Alegría (en realidad parece un poco inorgánica, un poco androide todavía, entre imitar a Lastra y leer rollos de pianola), hablaran de lo de “pagar justos por pecadores” por lo de los ERE. La comparación, en realidad, es buena, porque con esas referencias a morales o juicios ultraterrenos lo que se intenta es escapar de la esfera de lo objetivo y lo racional y colocarse en la esfera de lo subjetivo y lo supersticioso, que deja mucho sitio para la arbitrariedad, el absurdo, la contradicción, el milagreo, el pastoreo, la resignación y hasta la hoguera. En esta esfera cabe la república sin espacio público de los indepes, la democracia del pueblo sin que los vote el pueblo de Podemos, y también la lógica sin lógica de Sánchez, que le permite sostener una cosa y la contraria con los mismos argumentos y hasta la misma cronología.

Es lo que piensa Pedro Sánchez cuando habla de los ERE como si más allá de los tribunales hubiera un Juicio Final que a lo mejor preside él o la abuela de Griñán

Aunque lo pretendan estos santos y popes, lo político no es teológico, no es dogmático, no es adánico, no se trata de ideologías, mundos o tribus con diferentes dioses barbudos o plumíferos luchando borrascosamente por ahí arriba por destruir la Creación o rehacerla otra vez desde su capricho. Cuando Borràs habla de aplicar “el derecho del enemigo” habla en este sentido, el de lucha de dioses o teologías incompatibles y aniquiladoras. Es lo que piensa el secesionismo, es lo que piensa la ultraizquierda y es lo que piensa Pedro Sánchez cuando habla de los ERE como si más allá de los tribunales hubiera un Juicio Final que a lo mejor preside él o la abuela de Griñán. Es lo que piensan, en fin, unos políticos bárbaros e incivilizados que no saben todavía qué es la democracia quizá porque tampoco lo saben los ciudadanos que los votan o que les rezan.

Todos estos santos amarillentos de catacumba de lujo, todos estos mártires desahogados, ahí como en un martirio de baño de leche de burra, coinciden en una cosa: todos han borrado el marco común de la política, o al menos de la política civilizada, o sea la democracia, el estado de Derecho y el imperio de la ley como contrato social. El “derecho enemigo” que dice Borràs es simplemente el derecho de un Estado de derecho, mientras ella, como tantos otros, piensan que el ser culpable, inocente, santo, tribu, jefe o esclavo depende de que eso se gane o se pierda con una espada, o con una escoba, o con gente pateando a otra gente, o con gente chantajeando a otra gente. Es cosa de bárbaros recurrir a la fuerza, como recurrir a la historia, cuando hay ley.

En el momento en que un príncipe, una clase, una mitología, un partido, un patriota, un purista, una señora con miriñaque que ha troceado contratos, un señor con cara de pantufla que ha permitido que el dinero público se reparta a voleo y a capricho, o un presidente de moral y lógica gaseosas; en el momento en que cualquiera, en realidad, se ponga por encima de la ley de un estado de Derecho y de sus tribunales, o apele a la tradición, la sentimentalidad o la superstición de sus ancestros, su tribu o su parentela por encima de esa ley, ya sólo podrá haber barbarie. Citaría a Cicerón o a Kennedy, pero no quiero ser coñazo y kitsch, como el que cita a Lampedusa.

 De los demócratas indepes a los justos de los ERE, todos esos santos de un cielo de sopa de pobre, de cama de cardenal o de garrota de zelote suelen coincidir en el truco: siempre intentarán escapar a otra esfera moral o legal (perversamente moral o legal) donde sólo mande su arbitrariedad, y aún dirán, graves y ensotanados, que ahí está la verdadera democracia o la verdadera justicia. Pero ni la democracia ni la justicia son posibles en la arbitrariedad, y ahí se derrumba todo. Sí, nos vamos a quedar sin corruptos y sin políticos, que sólo tenemos santos con agujero ratonero en el bolsillo, inocentes perseguidos por emperadores impíos y leones babilónicos, y corderos de Dios, de la patria o del partido que parecen corderos de Zurbarán. En realidad, en su Juicio Final, que nunca llega, los pecadores se escapan por las luces de las cúpulas. No hay rayo divino que los cace, sólo la ley.