El Congreso está broncas, Irene Montero está broncas, que quizá es mejor que estar desahuciada. La bronca es la salvación del político malo, que se ahorra así de hacer política y de hacer discurso, cualquier discurso, que tampoco tiene que ser un discurso grecorromano, pesado como las togas de mármol que tenían que sostener a dos manos igual que serpientes de Laocoonte. No me refiero sólo al parlamentario que se pone broncas allí desde el balcón verbenero de su escaño o desde el templete de director de banda militar de la tribuna (Abascal suele parecer eso), sino también al que se levanta después, como una señora de la mecedora, sólo para decir que el otro es un grosero, un piernas y un maleante. Con el debate de la educación, de las formas, de la ofensa, igual que con el debate del sentimiento, se acaba cualquier otro debate. Es lo que necesita ahora Montero, que se acabe el debate, y por eso ella ya saca sus propias broncas, como ésa sobre un PP que defiende la cultura de la violación como si fuera la cultura del jamón, que decía Cela como un querubín gordo con arpa de tocinillo.

La bronca es la salvación del político malo, que se ahorra así de hacer política y de hacer discurso

La bronca ya le suele salvar el día a Sánchez, que enseguida saca lo de la crispación y lo de arrimar el hombro y ya puede sentarse en su trono berenjena a mirarse en el espejo del zapato, cosa que hace mucho (es un Narciso de limpiabotas). Pero Montero ha aprendido y también la bronca le está salvando a ella los días y quizá el futuro. Montero se sintió salvada cuando aquella diputada de Vox le faltó no desde la tribuna sino desde el rellano, como la señora de rellano que arruga la naricilla y ahueca las insinuaciones mientras le revolotea sobre el moño, sin pronunciarla, la palabra pilingui. Montero, hasta entonces, había estado arremetiendo a ciegas contra esos jueces y juristas machirulos conjurados o juramentados contra el feminismo, sola y sin argumentos, o sea, que era ella la que estaba insultando. Pero, de repente, la insultada era ella, la agredida era ella, y con esa agresión se daba la vuelta todo.

Montero llena los telediarios y las columnas con sus pucheros, berrinches y dedazos fulminantes, y eso es tiempo que no le dedican a su ley mal pensada, mal hilvanada y mal llevada (está llevando la ley como un mal farol de timba, hasta la autodestrucción). Pero no sólo se trata de robar atención, sino de trampear con la lógica. Cuando digo que con esa agresión se daba la vuelta todo no me refiero al apoyo y a las simpatías que recibió o pudo ganarse Montero, sino a que, en su lógica, la agresión de la diputada de Vox se convertía en argumento, el argumento que nunca tuvo. La agresión le daba la razón, el insulto recibido se convertía en demostración, ella no era una víctima sino todas las víctimas y aquello no era una agresión sino todas las agresiones. De insultar a los jueces llamándolos rancios, machistas y prevaricadores, Montero había pasado no ya a ser la insultada sino a tener la razón por haber sido insultada. Claro que ella diría que esto es culpar a la víctima, o sea caer en la cultura de la violación, que hasta la lógica, también patriarcal, puede caer ahí.

Entrar a debatir qué es eso de la cultura de la violación, no en la India sino aquí, es otra trampa circular, como ponerse a debatir qué es la nación para concluir que es justo lo que digan los que se proclaman nacionalistas. O como analizar qué es “violencia política”. Sólo son palabras vacías que ellos pasean como dictadores muertos. El PP es cultura de la violación como es patriarcado, como es franquismo, como es fascismo, o sea como petición de principio, como condena eterna y como frasquito rellenable para un discurso que no necesite mucho discurso. La cultura de la violación del PP es como esa conjura machista de los jueces, el insulto a voleo, arrojado como un cenicero o un tintero abierto, que Montero espera que se dé la vuelta para convertir la agresión en razón y el fracaso en impulso. La primera vez fue casualidad, por ese cacareo de mirilla de Vox, pero ahora la bronca es provocada. 

El Congreso está broncas, esta política está broncas, e Irene Montero está broncas porque seguramente es lo único que puede estar. Como Pablo Iglesias, Montero sólo tiene el camino del empecinamiento en el extremismo y en el dogma, porque Yolanda Díaz va por el camino de la suavidad, de la nana y de la merendola común de ideas con cestita con miel. Ese camino de Montero / Iglesias, con mucha infalibilidad, mucho fascismo, mucha guillotina de pichas y mucha cloaca, todo muy salpicante, ya fracasó antes, pero quizá no tienen elección. Si además de ser inevitable te libra de pensar y de los errores, y hasta te regala razones cuando no las tienes, me parece que vamos a ver mucha bronca y mucho moco más.La bronca es un fracaso del parlamentarismo pero aún me irrita más cuando es un recurso de vago. Me refiero a que el broncas aún puede tener la dispensa del ingenio (aunque no vamos a citar a Quevedo ni a Schopenhauer, ni siquiera a Iglesias, que hablaba de “naturalizar el insulto”). Pero el vago que se levanta dolido, abrochándose la chaqueta como una rebequita de señora, para quejarse del insulto y de la crispación, a mí me resulta inaguantable. Nuestro Congreso está broncas y nuestra política está broncas porque hay a quien le conviene, que así no tiene que gobernar ni discurrir ni convencer ni aguantar el mármol de las propias palabras o de las propias mentiras. Ahora, la bronca salva más a Sánchez que al PP y más a Montero que al propio Vox, tan gallito y antiguo desde su templete de guardia de tráfico o de baile con organillo.