Yolanda Díaz entra en los sitios como abriendo ventanas, igual que Yoko Ono en el vídeo de Imagine. Ella es todo visillo y performance, y quizá por eso, ahora que ya es jefa del Movimiento, ha querido empezar su campaña apareciéndose con un libro como una musa con arpa, ahí en el Espacio Bertelsmann, muy propicio porque está entre sala de música de cámara y galería de acuarelistas lánguidas, un poco como la vicepresidenta. Se presentaba allí un libro generacional, que son esos libros que hacen los viejos cuando se dan cuenta de que ya no son jóvenes y no tienen de testamento más que la edad. Cuando pasa eso, uno puede hacer ese testamento en la barbería, mientras caen los mechones canosos como nieve en Leningrado, o puede hacerlo en un libro que tiene algo de eso también, de tarde machadiana de barbería entre colegas de barbería (las barberías sí que se dividen en generaciones, más que la literatura o la política). Yo creo que Yolanda lo que quería era empezar su nueva izquierda melancólica, indistinguible de la antigua izquierda melancólica, con algo de nueva literatura melancólica, indistinguible de la antigua literatura melancólica.

Inaugurando la campaña más salvaje, Yolanda, vestida de marfil o de champán, vestida como una chelista para el culturetismo político o el politiqueo cultureta, se iba de libro generacional, o sea de aspiración generacional. El libro generacional era el de una edad de La bola de cristal y quizá también una izquierda de La bola de cristal, donde la Bruja Avería gritaba eso de “viva el mal, viva el capital” entre rayos de tostadora eléctrica. Hasta diría que alguno de los autores venía con lana de electroduende. El libro, Perder la gracia, lo han escrito no juntos, sino separadamente, el político Eduardo Madina, el poeta y periodista Antonio Lucas, el escritor y periodista (suena a mocatriz, pero hay que decirlo así) Pedro Simón y Javier Pérez Santander, que yo no conocía pero resulta que es creador de La casa de papel y ahora parece un Steve Jobs de la batamanta. 

Yo creo que Yolanda iba a reconocerse y a salirse a la vez de esa generación, esa generación del bollycao y de Ulises 31 que ya parece que está, más que nada, para reflexionar en la barbería un poco futbolera o taurina. Yolanda está en la edad de esa generación, no sé si orteguiana; esa edad en la que hay o hubo gente muy brillante, incluidos los escritores de éxito con la pipa llena de viruta literaria ya para toda la vida, pero también esa edad en la que ya han muerto políticamente Pablo Iglesias, Albert Rivera, Pablo Casado y hasta Susana Díaz. Antonio Lucas me hablaba de que en el libro se deja un poco esa sensación de generación perdida, que es lo que pasa entre gente que se reúne para escribir un libro como para echar una pachanga que termina en pota o en radiografía. En esa generación perdida yo creo que Yolanda quería elevarse como última superviviente o luchadora. Es como si hubiera ido a tocar su chelo al entierro de su generación, mientras ella está todavía con su Movimiento, que quiere sonar a El jinete azul pero es la izquierda de siempre con estuche de chelo como si fuera un estuche de violín con metralleta.

Allí estaba Yolanda Díaz, vicepresidenta en funciones, jefa del Movimiento, reivindicando con su presencia no sé si la memoria del pan con chocolate o esa cosa entre el socialismo de electroduende y la lucha de Orzowei que pervive en lo suyo. Pregunté por qué había ido Yolanda y me dijeron que simplemente le apeteció y ya está. Yolanda no iba ni para hablar ni para presentar ni para preguntar, sólo hizo un breve canutazo a la entrada, para los micrófonos o para las hormiguitas (habla bajísimo, como si temiera despertar a la lógica con sus estribillos y contradicciones), y luego se quedó en su primera fila de sillas o de violonchelos. En el canutazo habló de “esperanza” “confianza” y de “asumir el reto”, que dicho así parece que la habían elegido de miss de la vendimia. Pero el reto se lo puso sólo ella y sólo ella se eligió, como de un cestillo de papeletas que sólo tenía su nombre. Como digo, siempre fue solista de violonchelo.

Yolanda, en primera fila con su violonchelo invisible, se limitó a asistir al entierro complaciente de una generación, y a asentir de vez en cuando, comprensiva (hay que ser comprensivos ante los muertos), con esa postura de escuchadora, como de segadora, que se le ha quedado de escuchar a la gente. Dijo Madina luego que le gustaría que los líderes políticos tuvieran una imagen de país, un proyecto, y pensé que lo de Yolanda ha sido justamente lo contrario, irse a preguntar a la gente porque ella no sabía qué hacer con el país. Ahora, además, como jefa del Movimiento, va a tener que escuchar a mil partidos y gaitas, con lo que no sé dónde van a quedar las voces del pueblo, que ya sonarán a pozo entre los que exigen sillones, listas y dogmas. 

El libro generacional se presentó como se presentan estas cosas, con ganchos y con afectación, con nostalgia de serrín y de espumillón, con un poquito de alegría y un poquito de pesimismo, con un poquito de orgullo del periodismo de tus legañas y un poco de épica del poeta escayolado con su propia bufanda. Eso, y la transversalidad que salía de vez en cuando, que yo creo que la sacó Ana Pastor, que presentaba aquello con kimono, como una ayudante de mago (quizá en la izquierda todo es cuestión de magia). Allí estaba Borja Sémper, por cierto, yo creo que sólo para dar sentido a esa transversalidad. Aunque a Madina lo saludó con recios golpetazos en la espalda, como si tuvieran una amistad de matar osos juntos, cosa que a mí me pareció lo más hermoso del acto, un socialista y un pepero dándose esos abrazos montañeros, cómplices y peludos. Madina, lúcido y señorial en su altura y en su heroica cojera de marino, tenía razón cuando habló de proyectos más allá de la ideología. Proyectos metaideológicos, sobre los propios fundamentos de la democracia y de su funcionamiento, creo que debería haber especificado, porque yo diría que Yolanda, de nuevo, se sintió aludida a pesar de que lo suyo es todo lo contrario, una jaula de grillos ideológicos bajo un sinuoso y afectado violonchelo que ni suena.

Me di cuenta de que Yolanda estaba fuera y dentro de su generación, fuera y dentro de la ortodoxia de la izquierda, fuera y dentro de las clases

Yolanda no dijo nada en público, sólo hizo corros con los autores y algunos asistentes, mientras levantaba hacia atrás, de vez en cuando, una pierna nerviosa de colegiala. A ver si no vamos a ser tan viejos (yo también soy de esa edad, de esa generación y de esos bollycaos), y aún somos capaces de hacer chiquilladas, como sacar partidos hippies o volver a una izquierda de Lolo Rico (me quedé mirando mucho tiempo a una señora, al fondo, que parecía Lolo Rico en aparición o en esencia). El libro generacional, me di cuenta, había traído en casi todos otro icono generacional, la zapatilla generacional. Iban con zapatilla generacional Borja Sémper, un par de autores, Ana Pastor y hasta yo mismo. Pero Yolanda iba de tacón y corva en su vestido champán o lo que fuera, que a mí me pareció la alegoría y la enseñanza del día, más que la melancolía radiofónica de barbería que nos dejaba el libro.

Yolanda estaba allí, fuera y dentro de su generación y quizá fuera y dentro de otras cosas. Más que los poetas que fueron niños de Dickens o de jarabe, más que los escritores de libro con fajín gordo como un general panameño de los libros, más que los guionistas que son como buscadores de Pokémon de la literatura, a mí me llamó la atención la figura de la ayudante de Yolanda, que digo yo que era la ayudante, por sus movimientos y sus fardos. Un personaje casi de sitcom que cargaba con el libro, con el bolso de trenzados dorados, con el móvil, con los auriculares, todo como si cargara con sombrereras, mientras Yolanda sólo llevaba su violonchelo de aire, sus visillos de luz y su melena ahuecada para su cosa escuchante o refulgente. La ayudante a lo mejor me la he inventado, como un personaje, pero a mí me completaba la alegoría de Yolanda, que no era una alegoría con arpa ni chelo sino una alegoría sin nada, una alegoría vacía, a la que sólo le faltaba ir descalza, de puntillas, como una loca que se cree bailarina.

Yolanda Díaz se fue como cerrando las ventanas de luz que fue abriendo al entrar, o que en realidad le abría la ayudante, siempre con pasito como de enfermera o geisha por delante o por detrás. Me di cuenta de que Yolanda estaba fuera y dentro de su generación, fuera y dentro de la ortodoxia de la izquierda, fuera y dentro de las clases, fuera y dentro de la novedad, fuera y dentro de la realidad. Aún creo que mira en una bola de cristal, a ver si siguen reponiendo por allí la melancolía de su izquierda inevitablemente melancólica. Le tiene que durar toda la campaña ese hechizo, como si le tuviera que durar toda la campaña un único Frigodedo. Más o menos como a Sánchez.